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Antony Beevor: «Estoy preocupado, en Europa cada vez más gente pierde la fe en la democracia»

Ningún otro cronista de las guerras ha cosechado tantos lectores como este célebre exmilitar e historiador británico, que analiza el devastador siglo XX con la mirada puesta en las terribles imágenes de sufrimiento que nos llegan de Ucrania y Palestina

Antony Beevor, en una de sus últimas visitas a Madrid ÓSCAR DEL POZO

 

En 1999, Fernando García de Cortázar señaló que, en el transcurso de la centuria que estaba a punto de finalizar, se habían producido «dos centenares de conflictos bélicos que parecían anunciar el fin de la humanidad, cada cual más sangriento y devastador que el anterior». Cinco años después, Jaume Suau, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Ramón Llull, puso de relieve que en los últimos trescientos años habían estallado «unas 500 guerras en todo el planeta: 80 en el siglo XVIII, 170 en el XIX y 260 en el XX». El nivel de violencia y destrucción fue tan elevado que el único año sin conflictos fue 1901. Y lo que es más desalentador: el siglo XXI no parece que vaya a mejorar…

«Como dijo el canciller alemán Otto von Bismarck: ‘Lo único que aprendemos de la historia es que nadie aprende de la historia’», señala Antony Beevor (Londres, 1946), el historiador que, probablemente, más sabe de guerras del mundo. Antes de que nos dé tiempo a reaccionar, añade para que no haya duda de por qué les ha dedicado toda su vida: «Es triste, pero son los eventos más importantes de la historia de la humanidad. Las guerras han provocado los cambios más profundos, a veces para bien, pero casi siempre para mal».

Ningún otro cronista de los conflictos bélicos ha cosechado tantos lectores como Beevor, con cuatro novelas y 13 ensayos que han sido traducidos a cuarenta idiomas y vendido más de diez millones de ejemplares. Si a esto sumamos su pasado militar, como oficial del selecto 11º Regimiento de Húsares del Ejército británico, el mismo que hizo callar los últimos cañones de Napoleón en la batalla de Waterloo, es difícil hablar con él sin imaginar de fondo el ruido estrepitoso de las ametralladoras, el sonido estremecedor de las bombas y, sobre todo, los gritos de la población civil ante tanto horror.

—Ese sufrimiento es por lo que prefiere que le llamen historiador de la guerra en vez de historiador militar.

—Así es. Te puede parecer pedante, pero para mí es muy importante. La historia militar es, básicamente, el estudio de los movimientos de las tropas en el campo de batalla, mientras que un historiador de la guerra abarca todo, incluido, el efecto que esta produce sobre las mujeres, los niños y los ancianos, además de sobre los soldados. Es decir, debe cubrir las consecuencias de las guerras sobre el conjunto de la sociedad.

Queda claro desde el principio, por lo tanto, el enfoque de Beevor, que el año pasado publicó ‘Rusia. Revolución y guerra civil, 1917-1921’ (Crítica), un monumental relato sobre el episodio más decisivo, según él, del último siglo, el que abrió la caja de Pandora de los enfrentamientos ideológicos que todavía hoy no se han cerrado. El escritor parece animado durante la llamada telefónica a su casa de Londres. Se explaya en las respuestas, remarca las palabras importantes, da numerosos datos y pone multitud de ejemplos mientras analiza aquel siglo XX que vivió bajo las bombas y que el gran Eric Hobsbawm definió como «el más mortífero de la Historia». Lo hace, sin embargo, con la mirada puesta en las terribles imágenes que cada día nos llegan de Ucrania y Palestina. La historia siempre se repite, sobre todo, en las tragedias.

—Los dirigentes políticos actuales no han aprendido nada de la historia del siglo XX.

—Totalmente cierto, pero en realidad el problema es tanto de los líderes como de los medios de comunicación, en especial los británicos y estadounidenses, que siempre utilizan la Segunda Guerra Mundial como referencia para todas las crisis. Ese paralelismo es peligroso y da una idea falsa de la situación actual. El 11-S, por ejemplo, se comparó inmediatamente con el ataque a Pearl Harbor de 1941, lo que es engañoso. Los políticos actuales quieren parecerse a Churchill o Roosevelt, en el sentido de que acentúan los problemas o exageran los momentos de peligro para pasar a la historia como líderes que superaron tiempos de crisis. Sin embargo, el liderazgo político en tiempos de guerra es cada vez más difícil, porque el cambio en el equilibrio de poder entre los líderes democráticos y los medios ha sido dramático. Estos últimos tienen ahora más poder que antes.

—Lo que no ha cambiado es el sufrimiento de los civiles, como vemos en Ucrania y Palestina. ¿Causar el mayor daño a estos es la vía más eficaz para ganar una guerra?

—No lo creo, pero hay una razón para que se estén convirtiendo en las principales víctimas: las tropas ya no se enfrentan al aire libre ni los países tienen grandes ejércitos de reclutas. La época de la primera línea de batalla o de grandes contingentes defendiendo una frontera ha terminado. La guerra urbana se ha convertido en el elemento clave, pues la ciudad es el centro del poder económico y político.

—Pero las guerras urbanas, con la población de por medio, no son nuevas.

—Ningún cambio histórico se produce de la noche a la mañana. En las guerras napoleónicas y en la Primera Guerra Mundial hubo casos aislados de enfrentamientos urbanos, aunque se inició realmente en la Guerra Civil española, con los combates en Madrid, Barcelona y varias ciudades del norte de la Península Ibérica. Se consolidó en la Segunda Guerra Mundial, donde la idea de destruir ciudades partió, me temo, de Gran Bretaña y Estados Unidos, que decidieron bombardear indiscriminadamente las ciudades de Alemania. Querían golpear el poder industrial del Tercer Reich, aunque eso incluyera matar a los civiles que trabajaban en las fábricas y destruir sus casas para que no pudieran vivir en las ciudades donde se encontraban estas. Hasta 1942, Hitler ordenó a sus soldados que se mantuvieran alejados de urbes como San Petersburgo, Moscú o Leningrado, porque sabía que perdería su ventaja, pero luego cambió de opinión y creció la guerra urbana considerablemente. En Stalingrado, por ejemplo, solo sobrevivieron 10.000 civiles. Esto explica porque, aunque los civiles no son necesariamente el objetivo principal, sí son el secundario.

—Una de sus novelas favoritas, ‘Doctor Zhivago’, escrita por Boris Pasternak en 1957, refleja muy bien la sorpresa de los civiles cuando todo se derrumba a su alrededor y pierden el control de sus vidas. ¿Ese sentimiento se da en las guerras reales?

—Sí, sobre todo en los regímenes totalitarios, en los que ningún civil tiene el control de su destino. Eso supuso un gran cambio en el pasado, aunque en realidad, cuando estallaba una guerra y se producía un reclutamiento masivo, las personas perdían el control, incluso, en las democracias. Y era muy difícil oponerse a una guerra, porque podías ser enviado a prisión y ser ejecutado.

—¿Los cambios más profundos de la sociedad siempre vienen de la mano de las guerras?

—Tristemente, sí. En la actualidad está de moda la teoría de que la historia no ha estado controlada tanto por la acción del hombre como de los desastres naturales: sequías, epidemias o erupciones volcánicas. Muchos historiadores atacan la ‘Teoría del gran hombre’ [del siglo XIX, que defiende que la historia se explica por el impacto de las acciones de personalidades importantes], pero creo que van demasiado lejos, porque Hitler, Napoleón o Stalin sí cambiaron el curso de la historia. Es un debate muy interesante. Yo creo que las guerras han provocado cambios profundos, a veces para bien, como la liberación de la mujer tras la Segunda Guerra Mundial o el progreso tecnológico y científico, pero casi siempre para mal.

—¿Qué le aportó su experiencia en el Ejército para conocer las guerras que no tengan otros historiadores?

—Entender la psicología y las emociones que se desatan en los soldados durante los conflictos, así como la lógica de muchas de las decisiones en el campo de batalla. Es curioso. Hace 20 o 30 años muchos académicos de otras disciplinas se interesaron por los aspectos psicológicos de las guerras, pero realmente no los entendían y algunos de los ensayos que publicaron fueron malos. Para mí es muy importante entender estos aspectos para no condenar ni perdonar ciertas acciones, sino sólo comprenderlas. Siempre he sostenido que el deber de un historiador es comprender y luego transmitir esa comprensión a sus lectores.

—¿Llegó a entrar en combate?

—¡Bueno, bueno! [Risas] Es irónico. Sólo en dos ocasiones estuve a punto. Una de ellas en Alemania durante la Guerra Fría, cuando un grupo de alemanes orientales se apoderó de nuestro cuartel y yo estaba al mando de una patrulla de tanques. Recuerdo ir cargando las ametralladoras mientras atravesábamos Lübeck a toda velocidad, escoltados por coches de Policía con las sirenas a todo volumen. Aunque suene irresponsable, admito que fue muy emocionante, porque después de años entrenando, finalmente iba a luchar. Era una mezcla de miedo y emoción, pero al final no pasó nada. El anticlímax fue tremendo.

—¿Y la segunda?

—Ahí está la gran ironía, porque fue solo 24 horas después de abandonar el Ejército para ser escritor. Fue la única vez que me encontré bajo fuego real, precisamente en el norte de Israel, cerca del kibutz de Kiryat Shmona, en la frontera con el Líbano. Era mi primer día de civil y, de repente, empezaron a caer cohetes Katyusha. Fue una sensación muy extraña estar bajo fuego real por primera vez, porque ya era civil y me había convertido en un problema para los soldados israelíes que se encontraban allí. Ya no era útil.

—A lo largo de su carrera como historiador ha buceado en cientos de archivos y consultado miles de documentos. ¿Recuerda el primer testimonio que le impresionó de algún episodio bélico?

—En realidad fueron las historias de mi padre sobre la Segunda Guerra Mundial. Usé la más impresionante al comienzo de mi libro ‘La Segunda Guerra Mundial’ (Pasado y Presente, 2014) y está relacionada con esa pérdida de control de la vida. Sucedió en Italia, donde las tropas británicas capturaron a alguien que, por sus rasgos, procedía de Asia, aunque no se podían comunicar con él. Al sacerdote de uno de los regimientos que había estado en la India se le ocurrió hablar en tibetano y, de repente, el hombre se desplomó y su rostro se llenó de lágrimas. A continuación contó que había sido capturado por los japoneses y, tras escapar y cruzar la frontera de la URSS, por los soviéticos. Estos le obligaron a luchar en el Ejército Rojo sin saber ruso. Luego cayó en manos alemanas, que le obligaron a ponerse el uniforme nazi, hasta que lo apresaron los británicos.

—Obligado a combatir a pesar de sus convicciones…

—Así es. En otra de mis investigaciones posteriores descubrí una historia similar de un coreano que fue capturado por los japoneses, los rusos, los alemanes y, al final, por los estadounidenses en Normandía. Estas dos historias resumen perfectamente esa terrible pérdida de control sobre tu propia vida cuando estalla una guerra a tu alrededor… es decir… Estos pobres tipos no sabían nada sobre los países a los que se suponía que debían atacar ni a los que tenía que depender, dependiendo del ejército en el que se le hubiera obligado a combatir en cada momento. Esta idea siempre me influyó mucho en mi trabajo como escritor de guerra.

—¿Cree que conocer mejor la historia de Europa y Oriente Próximo ayudaría a solucionar hoy las guerras de Ucrania y Palestina?

—Esta idea está relacionada con las palabras de Bismarck sobre que nunca aprendemos de la historia. Recuerdo un libro que se publicó en 1910 y se convirtió en un gran éxito de ventas, escrito por un tal Norman Hunger, en el que argumentaba que era imposible que estallara una guerra en Europa en aquel momento por las relaciones comerciales y las comunicaciones que se habían establecido entre los países. Por supuesto, no acertó, porque cuatro años después comenzó la Primera Guerra Mundial. Angela Merkel también dijo que nunca habría una guerra con Rusia, igualmente, por las relaciones comerciales entre Moscú y el resto de Europa, pero también se equivocó. En la década de 1930 nadie podía creer que alguien estuviera tan loco como para iniciar un conflicto a gran escala después de los horrores de la Primera Guerra Mundial, pero no comprendieron la mentalidad de los dictadores. Todo esto podría funcionar como lección.

—¿Lo de Putin tampoco se pudo prever a la luz de estos ejemplos?

—Bueno, nadie lo vio venir. No podíamos imaginar que alguien quisiera tener otra guerra terrestre en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Pero… ¿qué pasa? Putin invade Ucrania. El verdadero problema es que siempre analizamos las situaciones desde un punto de vista democrático y somos incapaces de entender la mentalidad de un dictador como él, que a menudo no actúa en beneficio de sus intereses a largo plazo, tal y como le ocurrió a Hitler.

—¿El siglo XX comenzó con la Primera Guerra Mundial?

—La Primera Guerra Mundial fue la catástrofe inédita hasta ese momento, pero creo que empezó realmente con la Guerra Civil rusa, que fue el conflicto más influyente de todos. Generó mucho miedo, crueldad, destrucción y pobreza en toda Rusia, pero creo un patrón de enfrentamiento que se repetirá en todo el siglo XX hasta hoy: la profunda división entre izquierda y derecha, fascistas y comunistas, lo que condujo a conflictos como la Guerra Civil española o la Segunda Guerras Mundial. Tanto Lenin como luego Lago Caballero defendían la aniquilación de la burguesía y una especie de genocidio de clases, mientras que del otro lado se buscó la destrucción de toda forma de democracia. Ese es el patrón por el que se mueve toda la historia del siglo pasado, que evolucionará hacia el enfrentamiento entre comunismo y capitalismo en la Guerra Fría y, ahora, además de continuar la división entre izquierda y derecha, se suma entre las dictaduras y las democracias.

—Tras estudiar cómo estallaron y se desarrollaron las guerras del siglo XX, ¿alberga usted algún tipo de esperanza con Ucrania y Palestina?

—Ninguna, no soy nada optimista. De hecho, estoy profundamente preocupado por varias razones. En primer lugar, creo que estamos presenciando una crisis de la democracia. No hemos aprendido del pasado que la democracia no es perfecta, al tiempo que nos hemos olvidado por completo los horrores generados por las dictaduras. Es muy preocupante ver que, incluso en Europa occidental, donde se supone que todavía deberíamos confiar en la democracia, cada vez más personas están perdiendo la fe en ella. Y, en segundo, el cambio climático, las guerras por el agua, los efectos de la migración o la aterradora división social que está produciendo la guerra en la Franja de Gaza e Israel. Todos estos problemas, me temo, van a socavar la democracia. No soy nada optimista… tengo mucho miedo en el futuro.

—Por último, ¿podría recomendar el libro de historia que más le ayudó a entender lo que era una guerra?

—Uno de los más influyentes para mí fue, por supuesto, ‘El rostro de la batalla’ (1976), de John Keegan. Fue el primer libro que nos hizo mirar el efecto de las guerras sobre los individuos y cambiar la visión colectiva que se tenía en los siglos anteriores.

 

 

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