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Carmen Posadas: El irresistible encanto de los espejismos políticos

La semana pasada les comentaba la asombrosa habilidad de ciertos dirigentes para blanquear y hacer digeribles palabras que les interesan, como, por ejemplo, el malabarismo del PSOE al convencernos de las bondades de términos como ‘amnistía’, ‘relator’ (ahora transmutado en ‘verificador’) y, en breve, también ‘referéndum‘. Esto me ha hecho preguntarme cómo y por qué la ciudadanía es más proclive a aceptar ciertos relatos políticos que no daría por buenos si los propusiesen otras formaciones políticas; en este caso, unas más cercanas a la derecha.

Esta reflexión a su vez me ha llevado a otra, una que siempre me ha causado especial estupor, y es la siguiente: ¿por qué resultan más aceptables las transgresiones políticas y de toda índole cuando quienes las cometen son regímenes de izquierdas? ¿Por qué, además, grandes intelectuales y artistas apoyan y bendicen dichas transgresiones? Ocurre ahora mismo en los casos de Cuba, Nicaragua o Venezuela, pero el fenómeno no es nuevo. Ocurrió antes y con mucha más gravedad con la Unión Soviética y con la China de Mao, aceptados e incluso alabados ambos regímenes por miembros de la intelligentsia del mundo entero. El sovietólogo Alain Besançon, militante del Partido Comunista Francés hasta 1956, llama a este fenómeno la ‘amnesia selectiva’, y de ella han sido aquejados innumerables personajes relevantes de los siglos XX y XXI.

¿Por qué resulta más intelectual y ‘cool’ defender postulados políticos que está más que comprobado que solo crean monstruos?

Para hacer algo de historia, podríamos recordar que, cuando se publicó Archipiélago Gulag, las atrocidades recogidas en aquel libro no eran ni mucho menos una novedad. Se sabía de las purgas de Lenin y Stalin, de las hambrunas provocadas y de los millones de desplazados. Aun así, la intelectualidad occidental demonizó a Aleksandr Solzhenitsyn acusándolo de venderse al capitalismo y al fascismo. Y lo hicieron con una frase que lo dice todo: «Preferimos equivocarnos con Sartre a tener razón con Camus».

Para entender esta máxima, es necesario saber que Sartre era tan partidario del comunismo que, cuando Jruschov hizo públicos los horrores perpetrados en las purgas estalinistas, decidió hacerse maoísta porque le parecía un comunismo más puro. Camus, en cambio, un hombre igualmente de izquierdas, no se apuntó a la amnesia selectiva en la que sí cayeron Picasso, Hemingway, Simone de Beauvoir, García Márquez, Joseph Roth, Bernard Shaw y tantísimos otros. De este tema, tanto de la connivencia de los intelectuales de Occidente como de los padecimientos de sus colegas nacidos bajo dichos regímenes, trata el espléndido libro de Manuel Florentín Escritores y artistas bajo el comunismo. Censura. Represión. Muerte.

Entre otras muchas cosas, en él se cuenta que tanto China como la Unión Soviética invitaban a personalidades del mundo de la cultura afines a sus postulados para que pudieran «comprobar con sus propios ojos» cómo era la vida en aquellos paraísos del proletariado. «Los invitados occidentales –escribe Florentín– eran tratados a cuerpo de rey: banquetes, limusinas, homenajes les hacían sentirse importantes y, al mismo tiempo, sentir solidaridad por los condenados de la tierra». Todo era una puesta en escena perfectamente coreografiada para que vieran –y una vez más la cita es textual– «lo que nosotros queremos que vean y cuenten lo que nos conviene que cuenten».

La ceguera selectiva les hacía ver no la realidad, sino lo que ellos deseaban ver y, de este modo, con la bendición de grandes intelectuales que contaban maravillas, también con la ayuda de otros muchos entusiastas partidarios de ese espléndido pero fallido intento de alcanzar un mundo más igualitario y solidario, se ha ido perpetuando un irresistible espejismo. Uno al que no renuncian ni tan siquiera aquellos que han sufrido sus rigores, como, por ejemplo, cubanos que han tenido que salir de su país hostigados y expropiados por las autoridades, pero que, pese a todo, continúan defendiendo las bondades del régimen castrista pensando que lo que falla no es el modelo, sino las personas que lo implementan.

¿Por qué se produce tan curiosa ceguera colectiva? ¿Por qué resulta más intelectual y cool defender postulados políticos que, en aras de la igualdad, de la fraternidad, del bien común y de otros bellos sueños de la razón, está más que comprobado que solo crean monstruos? Vale la pena leer el libro de Florentín que, sin maniqueísmos ni apriorismos, habla de este inexplicable espejismo que tantas mentes privilegiadas han ayudado a perpetuar.

 

 

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