Laberintos: crisis constitucional en la Venezuela postelectoral
El pasado sábado, en un acto celebrado en la Academia Militar de Venezuela para desearle feliz año nuevo a los miembros de la Fuerza Armada, Nicolás Maduro exhortó a sus jefes a prepararse para la guerra no convencional que se avecina y que él caracterizó en su discurso como una crisis de poder entre “el polo de la patria”, es decir, el suyo, y “el polo de la antipatria”, el de la oposición triunfante en las elecciones del 6 de diciembre.
No se trata, por supuesto, de una visión nueva de las tensiones que sufre Venezuela desde 1999, cuando Hugo Chávez asumió la presidencia de la República y lanzó al país por el tobogán de lo que luego llamaría “socialismo del siglo XXI”, versión venezolana de la experiencia revolucionaria cubana, aunque por otros medios, pero anuncia un período de graves confrontaciones políticas.
En el marco del proyecto hegemónico puesto en marcha por Chávez con su frustrado golpe militar del 4 de febrero de 1992, términos como “patria” y “pueblo” han pasado gradualmente a ser patrimonio exclusivo de la cúpula gobernante, una apropiación que permite, en su nombre, legitimar todos los desmanes necesarios para afianzar al chavismo en el poder, hasta el fin de los siglos. Ni más ni menos lo que ocurrió con las elecciones del 6D, cuando tras una demora amenazante para divulgar los primeros y devastadores resultados de la votación, la presidenta del Consejo Nacional Electoral anunció oficialmente la victoria de la alianza opositora. Si bien Maduro reconoció la derrota, a todas luces de muy mal humor y para no perder el levísimo barniz democrático que aún conservaba su gobierno, se negó rotundamente a aceptar sus consecuencias más naturales.
Hasta ese domingo fatal, por la vía de los mecanismos formales de la democracia, Chávez había logrado construir un régimen autoritario y despótico sin violentar del todo los parámetros del sistema: aunque la Constitución redactada en 1999 a la medida de sus objetivos destaca la pluralidad del sistema político y la autonomía absoluta de los poderes públicos, Chávez aprovechó la fuerza inercial de su liderazgo y la debilidad extrema de sus opositores para aplicar esa norma a su manera. En la práctica política sólo su partido tiene derechos plenos; la presidencia de la República ha pasado a ser una jefatura unipersonal y despótica; la Asamblea Nacional, el Consejo Nacional Electoral y el Poder Judicial son órganos sometidos a la autoridad presidencial.
La victoria opositora en estas elecciones parlamentarias ha significado una ruptura tajante de esta realidad antidemocrática. Y con ella, el estallido de un conflicto existencial entre el presidente de la República y una Asamblea Nacional en manos de la oposición, que por haber conquistado dos terceras partes de sus 167 escaños, posee poderes suficientes para reformar la constitución, promover la celebración de un referéndum revocatorio del mandato presidencial de Maduro al cumplirse el próximo 14 de abril la mitad de su período como jefe de Estado y de Gobierno, y hasta para convocar una Asamblea Nacional Constituyente.
Las opciones de Maduro para enfrentar esta situación son muy limitadas. En un primer momento, a medida que en el comando de campaña del PSUV crecía la certeza de la paliza que recibían sus candidatos, incluso en bastiones chavistas que se consideraban blindados desde siempre, se estudió la posibilidad de desconocerlos, pero la brecha era tan inmensa, y la división en el seno de la Fuerza Armada tan evidente, que enseguida se descartó esa disparatada alternativa. En su lugar, Maduro decidió declararle la guerra a la oposición triunfante.
Su primera advertencia en esta dirección se produjo casi de inmediato. Tras anunciar que la victoria opositora era fruto de la confusión y el malestar popular generados por “la guerra económica”, y ante los peligros que esa victoria opositora representa para el pueblo, Maduro declaró que el “Gobierno bolivariano adoptará medidas contra las amenazas que encierra la victoria de la derecha.” Luego fue más específico. En reunión con 820 dirigentes del PSUV convocados el jueves 10 de diciembre a Caracas para analizar las causas de la derrota y fijar el rumbo a seguir a partir de ahora, les propuso “convertir la crisis en una lucha que nos vuelva hacer vivir un 4 de febrero, un 27 de noviembre, un 13 de abril, y radicalizar la revolución. Estoy dispuesto a encabezar esa revolución radical.”
No se conocen los resultados de ese encuentro de Maduro con su gente, pero por las declaraciones de diversos dirigentes del chavismo y la posición adoptada públicamente por tendencias internas del Gran Polo Patriótico que van desde Marea Socialista a los Tupamaros, pasando por el Partido Comunista de Venezuela, en el chavismo son muchas las voces que le exigen al régimen hacer una autocrítica a fondo y emprender las rectificaciones que exigen el desabastecimiento de alimentos y medicinas, la inflación que avanza a toda velocidad hacia una tasa de 300 por ciento y la devaluación desenfrenada de la moneda nacional, factores que precisamente propiciaron la debacle electoral del 6D. Cabe, pues, presumirse que el planteamiento tremendista de Maduro no encontró eco ni en sus propios partidarios.
Téngase en cuenta, además, que esta derrota es parte de un deterioro sostenido de la popularidad del proyecto chavista. Chávez ganó la presidencia en las elecciones de 1998 con 56,2 por ciento de los votos emitidos. En las del año 2000 subió a 59,8 por ciento y en las del 2006 llegó a 62,8 por ciento. En las elecciones de diciembre del 2012, a pesar de estar agonizando, logró revalidar su jefatura con 58,1 por ciento de los votos, pero pocos meses más tarde, en las elecciones de abril de 2013, su candidato a sucederlo en Miraflores, Nicolás Maduro, ganó la votación a duras penas con apenas 50,6 por ciento, una merma en la votación cercana al millón de votos. En las elecciones del 6D, en efecto parlamentarias, pero transformadas en plebiscito a favor o en contra de la llamada “revolución bolivariana” por la insistencia de Maduro en profundizar la polarización que dividía a la sociedad venezolana en dos mitades irreconciliables, el chavismo sólo obtuvo 40,9 por ciento de los votos, millón y medio menos que los conquistados en abril de 2013.
Desde esta perspectiva, y ante el aislamiento actual de la Venezuela madurista en la comunidad latinoamericana, no en balde Maduro no asistió a la toma de posesión de Mauricio Macri en Buenos Aires, a la que sí acudieron tres importantes aliados suyos, Evo Morales, Rafael Correa y Dilma Rousseff. Su propuesta de radicalizar la revolución no pasa de ser una expresión delirante de sus deseos más desesperados. En verdad, el único camino posible para Maduro en este punto de su carrera política, sería aceptar los hechos que se desprenden del 6D. Que es lo que dos expresidentes socialistas, Felipe González de España y Luiz Inácio Lula de Silva, desde el foro “El desafío de los emergentes”, celebrado la semana pasada en Madrid con el auspicio del diario El País, le han sugerido a Maduro. Según González, “tras el 6 de diciembre, en Venezuela se impone la necesidad de negociar.” Y Lula da Silva señaló que “Maduro debe aprender que la democracia no es la perpetuación en el poder.” En pocas palabras, ambos dirigentes le aconsejan tener muy presente, para no ser devorado por el terremoto de la derrota, hacer política, o sea, admitir la existencia de los “otros” y de alguna manera entenderse y llegar a acuerdos constructivos con ellos.
Lamentablemente, esa no es la naturaleza de Maduro. En su cabeza no cabe la posibilidad de dialogar y negociar, mucho menos creer en la legitimidad democrática de la alternancia en el poder. Más allá de la retórica extremista con que le ha propuesto a los suyos incendiar la pradera venezolana, Maduro ya ha tomado dos decisiones políticas particularmente críticas. Por una parte nombró esta semana a Susana Barreiros, la jueza que con pruebas inexistentes condenó a Leopoldo López a 14 años de prisión, Defensora del Pueblo. Por la otra, decidió aprovechar los últimos días de su mayoría en la Asamblea Nacional saliente para sustituir a 12 magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, cuyos períodos vencen en el 2016, por 12 nuevos magistrados, todos ellos fieles militantes del PSUV.
Si estos primeros pasos no fueran suficientes para comprobar los alcances de la guerra que pretende hacerle a la entrante Asamblea Nacional, nada más anunciar la dirección política de la oposición que la primera ley que aprobará la Asamblea será la amnistía de todos los presos políticos, Maduro ha declarado que vetará ese proyecto de ley las veces que tenga que hacerlo, y que los presos políticos, “políticos presos”, como los califica el régimen, seguirán presos.
Sin la menor duda, la confrontación entre la Presidencia de la República y la nueva Asamblea Nacional que se instalará el próximo 5 de enero, adquirirá a partir de entonces una magnitud dramática. Crisis institucional sin remedio previsible a la vista, ante la cual Jesús “Chúo” Torrealba, secretario general de la alianza opositora, ha advertido que si Maduro persiste en su intención de negarse a aceptar las realidades que se deriven de la jornada electoral del 6 de diciembre, a la oposición no le quedaría otra opción que activar los mecanismos constitucionales que le permitan, legal y legítimamente, sustituir a Maduro en la presidencia de la República.