De la seriedad, virtud
Intercambiar impunidad por siete votos, confiando en que no pase nada grave, es el último peldaño en la creciente frivolidad de la cosa pública
En conmemoraciones como la de hoy, mucho nos lamentamos en España de la superioridad de los dirigentes y la sociedad de hace medio siglo respecto a los actuales. No cabe suponer decadencia genética, pero cualquiera se da cuenta de que esta sensación no es mera nostalgia que idealiza el pasado. Una diferencia palmaria es que aquellos tomaban la vida pública en serio y no como una especie de videojuego adrenalínico. Pero ya hace años que demasiados políticos y opinadores confundieron vida pública con series de televisión, estrategias con guiones, votantes con audiencias, y arrastraron todo a la vorágine de tensión constante, con la tranquilidad de quien actúa en un escenario de ficción. La realidad es a veces dramática, ahora como entonces, pero afrontarla con rigor requiere dejar de convertirla en juego teatral.
Intercambiar impunidad por siete votos, confiando en que no pase nada grave, es el último peldaño en la creciente frivolidad de la cosa pública. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Una causa probable es la extendida impresión de que hoy lo realmente crucial se decide muy por encima, en ámbitos que sentimos (erróneamente) ajenos: Europa, el BCE, la OTAN, los mercados, en las versiones razonadas; Bilderberg, la Trilateral y logias varias, para los más imaginativos. Según esta creencia, tan arriba se gobierna que la actuación civil, individual o colectiva, no afecta a lo que más importa: guerra y paz, movimientos migratorios, medio ambiente, o nuestro modelo económico y político.
Sería fácil buscar paralelos históricos a una fe en fuerzas superiores que controlan nuestro devenir: el Hado antiguo, la Providencia calvinista o la lucha de clases motor de la historia. Quizás hoy impera una cierta visión determinista de la Mano Invisible, que asume que mercados, corporaciones y Estados actúan siguiendo mecánicamente su interés, y su tamaño es tal que hace inútil, contraproducente, o suicida, entrometerse en sus designios. Paradójicamente, esta idea socava la confianza del liberalismo clásico en que los individuos libres que se asocian son capaces de trazar su futuro. Ese escepticismo fatalista nos lleva a adoptar actitudes que no se permitían quienes asumían, hace una generación, que el futuro dependía de sus decisiones y actos. Para empezar, podemos darnos el lujo de dedicarnos sólo a la vida privada, ajenos a la menor inquietud pública; y ello sin sentirnos especialmente egoístas o cínicos, pues el bombardeo continuo de noticias catastróficas hace fácil convencerse de que ninguna acción sirve realmente para nada. El fatalismo limita la incertidumbre a los deportes, donde sí que apreciamos la seriedad y el compromiso porque redundan en el resultado.
Pero también nos conduce a convertir el apoyo a cualquier causa en espectáculo, como hinchas que disfrutan el fervor exaltado del momento en el estadio. Pues vivimos con la sensación íntima de que nuestra supuesta capacidad de influir es una pantomima, dentro del reducido ámbito de acción que los verdaderos poderes nos permiten, y si el juego amenaza ser un problema, terminará y llegará la autoridad a arreglar (y amnistiar) los estropicios. Podemos llamar a ambas actitudes idiotez: la primera en sentido griego, dedicación a lo particular; la segunda en el contemporáneo, sinónimo de tontada frívola.
El fatalismo reduce la vida al bienestar y al espectáculo, a pan y circo, y la despoja del drama (del griego ‘drao’, hacer) para sumirla en el mero teatro (de ‘theaomai’, contemplar). El ciudadano, privado de influjo real, sólo puede aspirar a divertirse, sea disfrutando lo propio, sea participando en el juego teatral. Y así la vida se torna una larga vacación y la conversación pública una gran serpiente de verano. Si usáramos del mito, que puede ser muy serio, buscaríamos el momento preciso en que el escepticismo nos hizo idiotas. La serpiente que envenenó el paraíso liberal nos dijo «come de este fruto y te darás cuenta de que debes dedicarte a jugar, porque el resto no te atañe». Y comimos (tan culpable el primero como los siguientes) y jugamos alegres, seducidos por la serpiente de verano que pretende reinar eternamente.
El juego teatral cesa de inmediato en los momentos de vida o muerte, como un atentado, una catástrofe o una pandemia. Entonces reaccionamos y aparcamos guiones y personajes para afrontar la situación real con eficacia y responsabilidad. Pero después vuelve la sensación de que lo que haya que decidir nos queda ya por encima y tornamos al espectáculo. Y, como el coro trágico canta desesperado e inerme las desgracias de la ‘polis’, nos desahogamos en la manifestación, legítima y a veces necesaria, pero consciente de su impotencia para cambiar la situación.
La teatralización constante de la vida es sin duda entretenida, y lucrativa para quienes venden entradas, pero tóxica a la postre. Es sabido que el teatro es catártico, purificador, y no hace falta citar a Aristóteles para admitir que el desborde de emociones y la inmersión en el mundo ficcional, propios de los grandes espectáculos, deben acotarse en el tiempo y el espacio para cumplir bien esa función social. Las tragedias atenienses se representaban sólo en las fiestas Dionisias. Lo catártico no puede ser normal, pues sin la emoción de lo excepcional, deja de ser contrapunto a la rutina. Los pasos de Semana Santa no impresionarían si salieran todos los días: sólo causarían fastidio y descreimiento. Y a su vez, que el teatro invada la vida cotidiana y la excepción se haga normal, aboca al riesgo de vivir en una realidad paralela. Tal es el poder de la ficción para atrapar nuestra inteligencia. Cientos de veces advirtió en vano Sancho a Don Quijote de su autoengaño, como el ‘mosso’ que dijo «la república no existe, idiota» trataba de sacar de su ensoñación al manifestante que le agredía. Es en el momento en que la ficción se apodera de la realidad, como un videojuego de la mente infantil, cuando las palabras poéticas se vuelven destructivas, las liturgias y ritos tiranizan la vida, y la catarsis emocional deja de ser purificatoria para convertirse en bilis invasiva, letal incluso. Porque, como la teatralización vital se fundamenta en la idea falaz de que si el juego llega a ser peligroso ya vendrán los adultos a ponerle fin y reparar los daños, puede acabar como ‘El señor de las moscas’, pero sin barco que llegue en el último segundo.
El fatalismo que idiotiza es una percepción falsa del mundo, y como tal ha de ser combatido en sus causas y efectos. Al juego irresponsable, opongamos seriedad. No desdramaticemos la realidad, sino desteatralicemos nuestra vida pública. Evitemos los maniqueísmos futboleros y asumamos las consecuencias de nuestros actos y palabras. Cultivemos la esperanza con iniciativas de dimensión y proximidad abordables que permitan calibrar su resultado y muestren nuestra capacidad de incidir. Desconfiemos del espectáculo constante, de la frivolidad escapista y de la resignación escéptica. Mantengamos el teatro en su escena, la liturgia en sus fiestas, la hinchada en su estadio, la manifestación en sus días y la serpiente en su verano.