Isabel Coixet: Levantarse o caer
El 26 de diciembre de 2022, el escritor británico Hanif Kureishi sufrió una caída en Roma y, como consecuencia de esta, amaneció en un hospital con todos sus miembros paralizados y con sólo la capacidad de hablar y escuchar intacta. Desde ese momento, con la ayuda de su hijo, escritor también, cuenta en un blog las desventuras y miserias de un cuerpo que no responde a sus órdenes, un cuerpo que ya no le pertenece, sino que pertenece a la esforzada legión de cuidadores y médicos que lo mueven, lo limpian, lo rascan y lo diagnostican. Hace un par de meses, pudo regresar a Inglaterra y ahora está ingresado en un centro de rehabilitación sin saber si finalmente podrá recuperar el dominio de piernas y brazos y regresar a su vida de antes.
En las primeras entradas de su blog hace hincapié en lo primero que pasó por su cabeza cuando tuvo lugar el accidente: «No quiero morir todavía, hay muchas cosas que quiero hacer…». A medida que pasan las semanas, la angustia y la frustración de cargar con un cuerpo que siente ajeno y de depender de otros «hasta para rascarse el culo» (en sus propias palabras) lo van sumiendo en una depresión aguda que le impide disfrutar hasta de una de sus mayores pasiones, la música. Afirma que escuchar música lo sobrepasa de emoción, que es una puerta a su pasado y que siente que la música rompería las compuertas de las lágrimas que almacena.
Leo puntualmente las entradas del blog de Hanif Kureishi, que fue precisamente quien escribió el guion de My beautiful laundrette, de Stephen Frears, título de la película que esta sección de XLSemanal ha tomado prestado. No puedo evitar ponerme en el lugar del escritor. ¿Cómo reaccionaría yo ante esa pérdida total de intimidad, de movilidad, de libertad? ¿Me hundiría en la desesperación como Kureishi cada vez que una enfermera me cambia el pañal? ¿Escucharía a la orquesta de Max Raabe non stop o, por el contrario, me pondría una playlist de música oscura con Nick Cave, Morrissey, M. Ward, Tindersticks? ¿Me apetecería ver películas alegres o tristes o ninguna? ¿Escucharía audiolibros, podcasts de comedia o de intriga? ¿Cómo acogería a los amigos o familiares que vinieran a verme? ¿Sabría aceptar las muestras de cariño de los que vinieran a darme conversación? ¿Vería en ellos todo de lo que carecería en esos momentos? ¿Sabría ser paciente, sumisa, resignada? ¿Conservaría el sentido del humor? ¿Cómo asumir de la noche a la mañana que un resbalón tonto en una acera romana te cambia a mucho peor la vida sin que puedas recobrar el control sobre ella?
Los proyectos y las ilusiones nos dan una idea del porvenir en el que necesitamos creer para seguir adelante. Sin la ilusión del control, somos barcos a la deriva que se saben a la deriva. Y es muy difícil navegar así
Esta última cuestión me reconcome: vivimos bajo la falacia de que poseemos el control sobre nuestra existencia, cuando la más leve insignificancia –una acera irregular, un piso todavía húmedo, un conductor despistado, una palmera en un vendaval– nos parte en dos. Para seguir adelante, hacemos planes a dos años vista en aras del pensamiento mágico: si en el 2025 tengo que estar en Nueva York dando clase, eso supone que deberé estar viva para entonces, ¿no es así? Los planes, los proyectos, las aspiraciones y las ilusiones nos ayudan a vivir porque nos dan una idea del porvenir en el que necesitamos creer para seguir adelante. Sin la ilusión del control, somos barcos a la deriva que se saben a la deriva. Y es muy difícil navegar así.
No me sorprende ninguno de los estados por los que ha pasado este año el autor de El buda de los suburbios, excepto quizás su rechazo a escuchar música. En todo lo demás, seguramente, me sentiría como él: vulnerable, indefenso, perplejo. Quiero, necesito creer, que aún encontraría consuelo en una canción de Sufjan Stevens. O de Nick Drake, que, antes de morir a los 27 años, escribió en su última canción: «Este es el día en el que nos levantamos o nos caemos».