CulturaLiteratura y Lengua

Borges no descansa nunca

En una formidable edición definitiva de 'Los diálogos', Borges sigue vivo y lúcido y, francamente, a sus lectores ya no nos importa donde descansa

                                                        La tumba de Borges en Ginebra

 

Acaso no habría asombrado a Borges que la mera publicación de un libro modificara el universo, o incluso algo más inquietante y modesto: la inmediata realidad. Ha escrito o pensado de variadas formas sobre esa especulación o fábula. Pero no cabe la menor duda de que lo sumiría en una cierta perplejidad ver que un libro del que es coautor desata una polémica pública acerca de la conveniencia o despropósito de repatriar sus restos.

La inesperada controversia tiene dos antagonistas en la Argentina: sus flamantes herederos —sobrinos nietos, que pretenden traerlo al cementerio de Recoleta y sepultarlo en la bóveda familiar— y el abogado de la difunta María Kodama, que sugiere mantener al escritor en su prestigiosa tumba de Ginebra. Quien inició esta discusión candente fue el poeta Osvaldo Ferrari, que se pronunció a favor de que el célebre prosista descanse en Buenos Aires, mientras hacía campaña por su libro ‘Los diálogos, una deliciosa e imprescindible conversación de más de setecientas páginas que acaba de publicar Seix Barral y donde se reproducen sus profusos encuentros radiofónicos con el autor de ‘Ficciones’ entre 1984 y 1985.

Allí su amigo Jorge Luis Borges, que al comienzo de su carrera tenía verdadero terror por dictar conferencias —se tomaba un chupito de aguardiente criollo antes de salir al toro— explica su preferencia por el formato de «charla pública», ensalza la oralidad y se asume como un «pensador literario». En esas páginas resplandecen sus teorías e ideas de momento, y sus anécdotas llenas de sabiduría e ingenio, como cuando sostiene que un escritor, mientras tenga una voz propia, puede no ser original y aun así ser realmente bueno.

O como cuando ironiza sobre Virginia Woolf, de quien fue devoto gracias a ‘Orlando’—la tradujo para la revista ‘Sur’—, pero desdeñoso de otras obras, puesto que encontraba en ellas «meros alegatos» a favor de las mujeres y el feminismo: «Como yo soy feminista, no requiero alegatos para convencerme, ya que estoy convencido. Ella se convirtió en una misionera de ese propósito, pero, como yo comparto ese propósito, puedo prescindir de misioneras».

Entre tantos recuerdos significativos, destaca —cuando no—uno de su madre: «Llamaron una vez por teléfono, y una voz debidamente grosera le dijo: ‘Te voy a matar, a vos y a tu hijo’. ‘¿Por qué, señor?’, le dijo mi madre, con una cortesía un tanto inesperada. ‘Porque soy peronista’. ‘Bueno —dijo mi madre—, en cuanto a mi hijo, sale todos los días de casa a la diez de la mañana. Usted no tiene más que esperarlo y matarlo. En cuanto a mí, he cumplido ochenta años; le aconsejo que no pierda tiempo hablando por teléfono, porque si no se apura, me le muero antes’. Entonces, el otro cortó la comunicación. Yo le pregunté al día siguiente: ‘¿Llamó el teléfono anoche?’. ‘Sí —me dijo—. Me llamó un tilingo a las dos de la mañana y me cortó la comunicación’. Y después no hubo otras llamadas, claro, estaría tan asombrado ese terrorista telefónico, ¿no?, que no se atrevió a reincidir».

En esta formidable edición definitiva de ‘Los diálogos‘ Borges sigue vivo y lúcido y, francamente, a sus lectores ya no nos importa donde descansa. Porque Borges nunca duerme.

 

 

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