En 2012, el gobierno de Cristina Kirchner, desconociendo obligaciones contractuales, decidió estatizar las acciones de la petrolera Repsol y el Grupo Eskenazi, ambos asociados a la corporación estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF). Una avasallante acción de “nacionalismo” voceada públicamente como un acto de soberanía.
Con tono de acto patriótico, el entonces ministro de economía, Axel Kicillof, en discurso a través de los medios, aseguró descaradamente que “sería estúpido cumplir con la Ley de la propia YPF” o “respetar sus estatutos”. Es decir, instituciones de menor respetabilidad y valor que el acto revolucionario de apropiarse de aquel patrimonio. Para la Jueza Superior del Distrito Sur de la ciudad de Nueva York, Loretta Prezka, esta proclama verbal, entendida como la palabra del Estado Argentino, constituyó una pieza esencial de las pruebas para la sentencia final según la cual, la República Argentina debería pagar a los demandantes una suma superior a 16 mil millones de dólares por expropiación indebida de sus acciones legítimas.
Un golpe noble para la menguada economía del país. En cuanto a los responsables del despropósito, la señora K, goza hoy de todos sus derechos, salvo si por otros delitos llegase a ser reo de la justicia, mientras el señor Kicillof es ahora el flamante gobernador de la provincia de Buenos Aires.
Una historia que a los venezolanos de este cuarto de siglo nos suena familiar. La orden estentórea de “¡Exprópiese!”, de alcance masivo, en ocasiones matizada con chacotas como hizo el señor Kicillof, está en la raíz de la caída de más de 75% de nuestra capacidad productiva. Hoy, entre otras consecuencias, se asoma el fantasma del embargo de nuestro fundamental activo en el exterior, la corporación Citgo, por la vanagloriada estatización de Cristallex, ConocoPhilips y otras empresas.
Como en Argentina, aquí tampoco existen responsables por el descalabro, el cabecilla falleció en paz. Quienes lo apoyaron y ejecutaron el descalabro, andan libres y todavía administrando la nación.