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Diez años de Podemos

La doctrina del muro de Sánchez o señalamientos como el protagonizado por Teresa Ribera, acusando al juez García-Castellón, son la mejor herencia de Podemos

La semana pasada se cumplieron diez años del nacimiento de Podemos, partido sin el que la última década política en España se haría sencillamente inexplicable. En este aniversario, la mayoría de los análisis han insistido en rubricar el declive del partido, su condición terminal y el conjunto de variables que han acabado por reducir a cinco escaños a una formación que amenazó electoralmente con superar al PSOE. Sin embargo, la influencia de Podemos no puede circunscribirse a la lógica clásica de la representación parlamentaria. Desde su concepción, los morados no quisieron construir sólo un partido político, sino que aspiraron a crear un movimiento culturalmente hegemónico capaz de volar por los aires algunos de los fundamentos esenciales del pacto constitucional que ellos, expresivamente, denominaron «candado del 78». Después de estos diez años, desafortunadamente, no cabe duda de que el proyecto de Podemos resultó eficaz, y aunque ahora su presencia en el Congreso parezca marginal, su manera de hacer política ha llegado a transmutar al Partido Socialista de Pedro Sánchez.

Lo más relevante de los movimientos populistas no son sus mentiras, visibles a ojos de cualquier observador juicioso, sino sus verdades. Podemos nació como una respuesta ante la indignación que se expresó en el movimiento 15M. Aquella energía juvenil, razonablemente desencantada tras la crisis de 2008, fue inteligentemente capitalizada por un grupo de profesores universitarios que importaron marcos teóricos de Iberoamérica, trasladados a nuestro contexto político. Con la rabia de una generación y el desencanto de miles de ciudadanos sintieron la tentación de resolver con recetas populistas problemas que tenían una génesis mucho más compleja. Bajo aquella coartada, Pablo Iglesias y los suyos irrumpieron en la escena política con una retórica agresiva que hasta entonces resultaba desconocida en España. La consigna de que el miedo debía cambiar de bando resumía parte de la estrategia política y de la economía emocional que intentarían administrar. A partir de aquella premisa, Podemos comenzó a crecer como un partido llamado a impugnar el orden civil y el pacto de convivencia sobre el que se asentaba nuestra todavía reciente democracia liberal.

Bajo la excusa de la justicia social, con Podemos se normalizaron prácticas que lesionaban la amistad civil y la conversación pública. Fue entonces cuando se inauguraron prácticas tan lesivas como los escraches –«jarabe democrático»– o cuando comenzaron a señalarse desde el poder político a jueces, empresarios o periodistas. La lógica schmittiana de amigo-enemigo sirvió para sublimar de forma teórica la polarización y se establecieron alianzas con formaciones políticas fuera de los marcos constitucionales. Aquellas líneas fueron originalmente rebasadas por Podemos, pero las agresivas excepciones iliberales inauguradas por Iglesias acabaron normalizándose cuando el Partido Socialista decidió incorporarlas a su propia acción política.

La doctrina del muro de Sánchez o señalamientos como el protagonizado la semana pasada por la vicepresidenta Ribera, acusando nominalmente al juez García-Castellón, son la mejor herencia de Podemos. La formación de Pablo Iglesias funcionó como el motor de arranque de unas maneras políticas que hoy impregnan a toda la izquierda. En el caso de Sumar, de forma explícita, pues gran parte de los leales a Yolanda Díaz protagonizaron la creación de Podemos. En el caso del PSOE, el nihilismo ideológico de Sánchez ha propiciado que un partido centenario llegue a mimetizarse con las formas populistas que un día estuvieron a punto de amenazar su hegemonía.

 

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