«Chesterton sabía discutir, porque venía entrenado de casa, y porque sabía ver en el otro a una persona, no a un enemigo»
Presentación en la Universidad CEU San Pablo de un libro de Cecil Chesterton sobre su hermano G. K. Chesterton, escrito antes de que ambos se convirtieran al catolicismo y repleto de ironía y cariño
¿Cómo era Gilbert Keith Chesterton, el archiconocido intelectual inglés, converso al catolicismo y autor de libros como Ortodoxia, El Napoleón de Notting Hill, ¿La esfera y la cruz o El hombre que fue jueves? Quizá una de las personas más adecuadas para hablar sobre él fuese su hermano Cecil, cinco años más joven, pero igual de polemista e interesado en adentrarse en cuestiones sobre religión, economía, sociedad… Cecil, que falleció de pulmonía en el frente francés, en los estertores de la Primera Guerra Mundial, y que entró en el seno de la Iglesia católica en 1912, unos diez años que Gilbert.
Con estas credenciales –y otras más–, Cecil publicó en 1908 un opúsculo titulado G. K. Chesterton: A criticism, en el que explica quién era su hermano, puesto que Gilbert comenzaba a ser un autor conocido y abierto a los debates y confrontaciones de ideas. Ahora, y coincidiendo con los 150 años del nacimiento de G. K. Chesterton, el sello Ediciones More ofrece este mismo libro con el título Mi hermano Gilbert, con prólogo del propio G. K. y traducción de Montserrat Gutiérrez.
Para presentar el libro, se ha celebrado una sesión en la Universidad CEU San Pablo –finalizada con un oporto, algo muy del gusto de los Chesterton– que ha contado con las voces de la colaboradora de El Debate Aurora Pimentel, de los responsables del Club Chesterton –María Isabel Abradelo y Pablo Gutiérrez– y de Pablo Velasco, uno de los promotores de Ediciones More (junto con Gutiérrez) y que ocupa el cargo de Decano en la Facultad de Humanidades de esta universidad.
Según Gutiérrez, una de las palabras a las que se debe prestar atención cuando se lee la obra de los Chesterton es mystical. Porque no cabe traducirla al español como suena, como si se refiriese a ese estadio de la vida espiritual que supera a la ascética, sino que entronca con el vocablo griego mysterion, que cabría expresarse en latín como sacramentum. De este modo, el mysterion trata de adentrarse en lo que parece obscuro dentro de nuestra realidad circundante, para localizar su significado escondido; consiste en ver más de lo aparente.
Portada de ‘Mi hermano Gilbert’
Ironía y cariño
Citando a Ratzinger, Gutiérrez habla del mysterion por excelencia, que es Cristo, «en quien todo lo oculto queda claro». Y no sólo alude a textos del Antiguo Testamento que cobran un sentido pleno a la luz del Nuevo Testamento, sino también a acontecimientos, como el maná del Sinaí, que anticipa el milagro de los panes y los peces, además de la Eucaristía.
Otro ejemplo que aduce es el pasaje de la epístola de san Pablo a los Efesios en que se conmina a las esposas a ser «sumisas» a sus maridos, lo cual, según el apóstol, supone «un gran misterio» que él refiere a Cristo y a la relación entre Cristo y la Iglesia. Con este marco, Gutiérrez comenta la capacidad de «admiración y maravilla» de Chesterton ante cada pequeño detalle de la realidad, incluyendo la cerveza, pues todo acaba siendo reflejo «de la voluntad de Dios».
Por su parte, Aurora Pimentel –que, como recuerda Pablo Velasco, ha traducido Historia de la familia (Rialp), una antología de textos de Chesterton– ha hablado de la relación entre los dos hermanos, entre Cecil y Gilbert, y ha admitido: «Me lo he pasado fenomenal» con la lectura de este libro, «tan divertido». Según Pimentel, en este volumen hallamos a un «hermano que escribe sobre un hermano», pues, como vendría a asegurar un refrán chino, «no hay mayor sabiduría que perdonar al prójimo por ser diferente».
En la fraternidad se percibe cómo otro que es muy similar, en realidad, es distinto. En la fraternidad, hay «extrañeza y admiración, pero también encontronazo». El retrato que un hermano hace del otro se base en la mirada «desde la infancia y la igualdad». «Compartieron mucho», lo que los llevó a «conocerse mucho y quererse mucho», dice Pimentel.
En opinión de Pimentel, en este libro se aprecia el mutuo amor por la libertad. Pues Cecil «es libérrimo cuando escribe sobre Gilbert». Por eso es una obra «tronchante, en que un hermano atiza manotazos al otro», con una mezcla de respeto, franqueza y cariño. «¡No puedes hablar de Ibsen, porque no has leído a Ibsen!», espetaba Cecil a Gilbert. «Hace falta quererse mucho para decir esas cosas sin herir ni despertar susceptibilidades», afirma Pimentel. Porque, «no pasa nada». A fin de cuentas, y como ya aparece en la Biblia, lo normal entre hermanos es discutir, e incluso, si son varones, zurrarse algo… sin que el asunto llegue a mayores. Apostilla Pimentel: «Cecil y Gilbert discutían todo el rato». Sin embargo, a pesar de las encendidas diatribas intelectuales, el libro inserta una profunda admiración en medio de una sutil crítica e ironía.
Sobre Gilbert, sostiene Pimentel que «no hay pose, no hay postureo», y ambos hermanos podían discutir mucho «sin ser petardos». A lo cual, y elogiando la honestidad de los Chesterton, añade Pimentel: «Tenemos terror a discutir, nos imponemos silencio para no entrar en el machaque dialéctico y la pelea». ¿Es mejor discutir todo que eludir el conflicto argumental? En su opinión, los Chesterton son un «curso de aprender a discutir». Porque no discutían solo entre sí, sino con muchas personas. De hecho, según Pimentel, «Chesterton sabía discutir, porque venía entrenadísimo de casa, y porque sabía ver en el otro a un contrincante, a una persona, no a un enemigo».
Los dos eran niños que «leían muchísimo», empezando por las narraciones de R. L. Stevenson, y disponían de su «leonera». Por su parte, la madre de los Chesterton era una mujer «despeinada y que nunca reñía» a sus hijos, y tampoco los mandó a un internado, algo común en esa época entre la clase social de aquella familia. Por el contrario, los Chesterton eran un «caos dentro de un orden», algo similar a la película Vive como quieras (Frank Capra, 1938), según Pimentel. Quizá el influjo de la madre se tradujera, entre otros aspectos, en el desaliño de Gilbert, tan evidente en las fotos que tenemos de él. Frances, su esposa, se encargaría de «revestirlo de un aire bohemio», así como de invitar mucho a H. G. Wells a su casa, para que pasearan juntos los dos escritores, y así anduviera algo Gilbert, que falta le hacía. Para concluir el acto, Pimentel ha citado parte de un versículo del libro de los Proverbios: «Un hermano al que socorre un hermano es tan firme como una ciudad amurallada».