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Armando Durán / Laberintos: 28 de julio: pantomima electoral en Venezuela

Biografía de Jaime Lusinchi (Su vida, historia, bio resumida)

El pasado 5 de marzo el Consejo Nacional Electoral informó que la elección presidencial de Venezuela se realizará el próximo 28 de julio. De acuerdo con ese anuncio, las autoridades electorales de Venezuela presentaron un cronograma cuyos eventos más relevantes son la postulación de candidatos entre el 21 y 25 de este mes de marzo y la campaña electoral, del primero al 25 de julio. Una convocatoria oficial con la que, una vez más, el régimen, simulando ser lo que no es, se dispone a repetir la misma pantomima electoral que utiliza para imponer su voluntad imperial desde el 25 de julio de 1999, cuando los venezolanos acudieron a las urnas para elegir a los diputados que conformarían la Asamblea Nacional Constituyente, encargada de redactar un nuevo texto electoral. En esa primera aventura electoral de Hugo Chávez después de haber sido electo presidente de Venezuela en las elecciones generales de diciembre de 1998, el Polo Patriótico, alianza de las fuerzas políticas que lo apoyaban, con poco más de 60 por ciento de los votos, obtuvo 124 de los 131 escaños en juego.

   Desde entonces, todas las elecciones convocadas por las autoridades electorales venezolanas han sido manipuladas por el régimen con trucos aritméticos o intervenciones electrónicas en los mecanismos electrónicos de la votación, con el único propósito de negarle a los electores el derecho democrático a elegir. Ante la inminente repetición de esa perversa distorsión de la realidad que ha caracterizado al ejercicio electoral venezolano durante los últimos 25 años, me parece oportuno reproducir este viernes mi trabajo sobre la campaña y victoria electoral de Jaime Lusinchi en la elección presidencial de 1984.

   Se trata de un recuento que hago de aquella experiencia democrática en ¡Votar! Historia electoral de Venezuela, excelente libro colectivo editado y publicado en Madrid por Juan Carlos Zapata, para mostrarle a quienes no vivieron o no recuerdan aquellas jornadas electorales en tiempos de la Venezuela democrática, y que así puedan compararlas con la sistemática y grosera repetición de la misma trampa cazabobos que ha caracterizado la travesía política del país a lo largo de un cuarto de siglo y que ahora pretende remachar Nicolás Maduro al convocar a los venezolanos a votar el próximo 28 de julio. Con el habitual objetivo de garantizar la continuidad del régimen, a pesar de que todos los sondeos de opinión le atribuyen menos de 20 por ciento de favor popular.

                              LA VENTA DE UN CANDIDATO PRESIDENCIAL 

   El libro de no ficción más vendido en Estados Unidos en 1969 fue The Selling of the President, 1968, minucioso reportaje del periodista Joe McGinnis sobre las artimañas empleadas por los publicistas para llevar a Richard Nixon a la Presidencia de su país. De ahí en adelante, la fascinante crónica de McGinnis se convirtió en manual de instrucciones imprescindible para quienes, en Estados Unidos y en el resto de las naciones con régimen democrático, algo tuvieran que ver con estrategias y tácticas electorales.

   Yo vivía entonces en Ann Arbor, Michigan, en cuya universidad era profesor de literatura española medieval y renacentista. Sumergido en ese mundo libresco y académico, ni remotamente me pasaba por la cabeza el papel que años más tarde iba a desempeñar en la campaña electoral de Jaime Lusinchi. Lo que sí puedo decir es que, desde sus primeras páginas, la lectura del libro de McGinnis atrapó mi imaginación. Sin la menor duda, porque el minucioso relato de las estratagemas empleadas para modificar a fondo la imagen perdedora de Nixon modelo año 60 tenían fundamento conceptual en la audaz tesis de que “el medio es el mensaje”, interpretación intelectualmente desafiante del fenómeno comunicacional desarrollada por Marshall McLuhan, profesor de la universidad de Toronto, en su libro Understanding Media (1964). Muchos años después, durante la larguísima campaña electoral de Lusinchi, las reflexiones de McLuhan y el libro reportaje de McGuinis me servirían para poner mi granito de arena en la más contundente victoria electoral de la historia de la democracia venezolana desde la elección de Rómulo Gallegos, en 1947.

   El medio es el mensaje

   Aquella tesis de McLuhan, aplicada magistralmente en la campaña electoral de Nixon en 1968, años antes de que las tecnologías de la información hicieran lo que han hecho en esta era digital, demostraba, como hace poco me comentaba un perspicaz amigo, que para llegar a la Casa Banca había que pasar primero por la avenida Madison, la calle de Nueva York donde se encuentran las sedes de las principales agencias de publicidad del país.

   Algo parecido sucedió en Venezuela después de la victoria de Carlos Andrés Pérez en las elecciones del 9 de diciembre de 1973. No solo porque, en efecto, la campaña diseñada por sus asesores consiguió neutralizar su imagen de “ministro-policía”, descalificación originada por su exitosa labor como ministro del Interior del gobierno de Rómulo Betancourt a la hora de defender la naciente democracia venezolana de sus enemigos de izquierda y derecha, sino porque meses antes, de la mano de Alejandro Otero, hermano de Miguel Otero Silva, fundador y propietario del influyente diario El Nacional, llegó a Venezuela Joe Napolitan, profesional estadounidense de gran prestigio en eso de ganar elecciones, acompañado de George Gaither, e specialista en investigaciones motivacionales de mercado.

   Desde ese momento crucial del proceso político venezolano, las campañas electorales venezolanas comenzaron a ser absolutamente diferentes. En primer lugar, las dirigencias de los partidos, acostumbradas a ejercer su poder interno de acuerdo con un implacable “centralismo democrático” al mejor estilo leninista, aunque a regañadientes, se verían obligadas a ceder el control de las estrategias electorales a publicistas profesionales, con capacidad para adaptar los mecanismos de la publicidad empleados en la tarea de promover la venta de productos comerciales de consumo masivo al manejo de las campañas electorales. Consecuencia directa de esta nueva visión estratégica fue que las ideologías y los programas de gobierno dejaron de ser los ejes de las campañas políticas, y los candidatos, si de veras querían salir airosos de sus combates en el terreno de las guerras electorales, debían renunciar a su función como transmisores de ideas y programas de gobierno, y resignarse a ser “rediseñados”, como si fueran la marca de un jabón o de una cerveza. Es decir, que los partidos y los candidatos, para salir victoriosos en el juego electoral, en lugar de tratar de influir en los electores con el contenido de sus mensajes, tendrían ahora que dedicarse a ser una “imagen” prefabricada, rigurosamente adaptada al corazón y a los gustos de los electores, sus potenciales consumidores.

   Por esta razón elemental, las encuestas ya no se limitarían a medir la popularidad o el rechazo popular de los candidatos, sino a investigar las tendencias dominantes en la sociedad, con el objetivo de determinar qué pensaban, sentían y deseaban los electores, conocimientos fundamentales sobre los cuales “reconstruir” publicitariamente la imagen del candidato. De ahí que Napolitan y compañía, ante la imagen de pasiva quietud del entonces presidente Rafael Caldera y de su hombre de su mayor confianza y candidato de su partido, Lorenzo Férnandez, aprovecharon la ventaja física que le ofrecía a Pérez el hecho de tener piernas exageradamente largas, circunstancia física que permitía que, al caminar, sus pasos, más que pasos, parecían zancadas de gigante. Y así, la imagen de Pérez como hombre activo, incansable y enérgico, en movimiento continuo, que recorría a pie y a gran velocidad la ancha geografía venezolana, seguido por multitud de jóvenes que a pesar de su juventud tenían casi que correr para mantenerse a la altura de Pérez, se convirtió en sostén de su campaña. De ahí que el jingle compuesto por Chelique Sarabia tenía el pegajoso estribillo de que “este hombre sí camina.” Respuesta publicitaria que explotaba al máximo esas caminatas de un Pérez moderno, incansable y deportivo, en un país muy joven, que se asomaba al futuro con expectativas de progreso y rápido desarrollo.

   El azar, que siempre interviene en estos menesteres, le ofreció a esta campaña un componente gráfico espectacular, cuando el lente de Mario Abate, fotógrafo de la campaña de Pérez, capturó casualmente a este caminante excepcional en el instante irrepetible de saltar atléticamente un grandísimo charco de agua. Esta combinación de consigna, jingle y fotografía fue todo lo que necesitó Pérez para derrotar a Fernández con una ventaja de 13 puntos.

   David Garth entra en escena

   Por supuesto, los dirigentes del partido socialcristiano COPEI no tardaron mucho en aprender la lección y en vísperas de las elecciones de 1978, contrataron los servicios de David Garth, otro asesor estadounidense de muy alto nivel, y convirtieron aquella campaña en la primera confrontación de dos asesores electorales extranjeros en territorio venezolano. Con la ventaja de que Luis Herrera Campíns, el candidato copeyano, era un dicharachero ingenioso y campechano, siempre de buen humor, que recomendaba dormir la siesta después del desayuno y oír crecer la yerba, y se identificaba sin necesidad de artificio alguno con el pueblo llano, lo contrario de su antagonista, el socialdemócrata Luis Piñerúa Ordaz, huraño y malhumorado, que a pesar de contar con la asesoría de Napolitan, transmitía una imagen mucho peor que la de Herrera Canpins.

   A este decisivo factor se añadirían tres hechos de gran significación. El primero, que la candidatura de Piñerúa no fue expresión de las bases de su partido, que preferían a Jaime Lusinchi, sino fruto de la imposición autoritaria de Rómulo Betancourt y Gonzalo Barrios, los dos pesos más pesados de Acción Democrática. Esta suerte de intervención del aparato del partido en la preferencia de sus bases generó en el seno de Acción Democrática un gran malestar interno que, si bien no dividió al partido, provocó que parte de su militancia no participara activamente en la campaña. No fue casual que la abstención en las urnas de 1978 fue 10 por ciento mayor que la registrada en 1973 y 10 por ciento menor que la que se registraría en la votación de 1983.

    Un segundo y terminante factor en favor de Herrera Campíns fue que 5 años antes, en la etapa final de la campaña electoral de Pérez, se produjo el embargo petrolero de los países miembros de la OPEP a Estados Unidos por haber respaldado Washington a Israel en la guerra de Yom Kippur y los precios del petróleo en los mercados internacionales se cuadriplicaron de la noche a la mañana. Ya presidente, Pérez le echó mano a esta imprevista lluvia de millones que cayó sobre Venezuela y, aunque prometió administrar esa súbita riqueza “con criterio de escasez”, no resistió la tentación de hacer exactamente lo contrario para poner en marcha lo que él llamó “la Gran Venezuela.” Mientras tanto, en la consciencia y el corazón de los venezolanos crecía la ilusión de que esa fuente de buena fortuna era inagotable y suficiente para satisfacer las demandas insaciables del Estado y la población. Consecuencias directas de esta falsa visión de la realidad fue que la deuda pública y el consumo privado experimentaron un crecimiento también súbito y desmesurado. A la sombra de estos dos males, la corrupción también alcanzó una gravedad tóxica y lo que parecía que iba a ser motivo de gran felicidad para todos, terminó siendo motivo de graves dudas y descontento social. Contradicción que Garth aprovechó para armar la campaña electoral de Herrera Campíns sobre una única pero devastadora pregunta, “¿Dónde están los reales?”, y sobre una respuesta igual de demoledora: “Luis Herrera arregla esto.” Conclusión natural de este astuto recurso de Garth fue que Herrera Campins, en su discurso de toma de posesión como presidente de Venezuela, pudo exclamar que recibía “un país hipotecado.”

   Por último, semanas antes del día de las elecciones, el comando de Piñerúa, con apoyo de Napolitan, se negó a aceptar la “invitación” que le hizo Herrera Campíns a sostener con él un debate por televisión. Desde ese mismo día, en todas las apariciones públicas de su candidato, Garth colocaba junto a Herrera Campíns una silla vacía. La silla vacía de Piñerúa en el debate que no se dio.

   La precandidatura de Lusinchi

  A pesar de todos estos pesares, la derrota electoral de Piñerua, en diciembre de 1978, apenas fue por la escasa diferencia de 3 puntos. Sin embargo, sí impactó en las elecciones municipales celebradas seis meses después; los candidatos copeyanos aplastaron a los de Acción Democrática con más de 30 puntos de ventaja. Como era inevitable, los ánimos de la dirigencia y militancia adeca se vinieron aparatosamente abajo, y Lusinchi, que tenía muy presente su derrota a manos de Betancourt y Barrios, tomó la decisión más oportuna de su carrera por llegar al Palacio de Miraflores: convocó de inmediato a los medios de comunicación y le anunció al país, con cuatro años y medio de antelación, que desde ese mismo instante “él asumía la responsabilidad de ser el campeón del retorno de Acción Democrática al poder.”

   Por esos días, yo era director de las páginas políticas del recién nacido Diario de Caracas, un proyecto innovador del periodismo venezolano, elaborado para Diego Arria, su promotor, por dos periodistas argentinos de excepción, Rodolfo Terragno y Tomás Eloy Martínez, según el modelo de La Opinión, gran diario de Buenos Aires donde ambos habían trabajado a las órdenes de Jacobo Timerman, el periodista más destacado de Argentina en el siglo XX. Dos días después del anuncio de Lusinchi, yo había ido a almorzar a un restaurante italiano en la urbanización Altamira con dos compañeros de la redacción y, de vuelta al periódico, pasamos accidentalmente por la Quinta Pacairigua, residencia de Rómulo Betancourt, situada en una zona muy tranquila de la urbanización, y allí nos sorprendió ver, delante de la casa, numerosos vehículos, choferes y guardaespaldas.

   Sin duda, presumimos que se trataba de una reunión de dirigentes del partido con Betancourt para analizar las causas y los efectos de la rotunda derrota de sus candidatos en las elecciones municipales y de vuelta al periódico despaché rumbo a Pacairigua a Luigi Scotto, nuestro fotógrafo estrella, quien llegó a tiempo de sorprender a Lusinchi y Barrios despidiéndose en la acera antes de abordar sus vehículos. Días después, el propio Lusinchi nos confesó que la razón  del almuerzo había sido hacerle saber que la dirigencia del partido no se opondría esta vez a una candidatura presidencial suya, pero les parecía excesivamente prematuro proponerla con cuatro años y medio de antelación.

   Lusinchi, por supuesto, no les hizo el menor caso. Y tuvo razón al hacerlo, pues ese anuncio lo catapultó a la Secretaría General de su partido y ya con el control del partido en las manos, pudo contener la aparición de otros aspirantes internos y adelantar su proclamación como candidato presidencial de Acción Democrática para junio de 1982, mucho antes de que Rafael Caldera, de nuevo candidato de COPEI, iniciaran la suya. En el marco de esta calculada maniobra por arrancar su campaña mucho antes que la de Caldera, designó a Octavio Lepage como jefe de su comando de campaña y a Simón Alberto Consalvi como jefe de su Unidad de Medios. Poco después, a pesar de que yo no era, y no llegaría a serlo nunca, miembro de Acción Democrática, los tres me ofrecieron la Secretaría Ejecutiva de la Unidad de Medios. Por último, al incorporarse Napolitan a la campaña, como yo era el único de los cuatro que hablaba y escribía inglés perfectamente bien, y como Napolitan no hablaba español, me convertí en parte de un pequeño y muy poderoso quinteto dentro del comando.

   De pronto, el “Sí” de Lusinchi

   A partir de ese momento, el azar volvió a prestarnos su ayuda. A finales de enero de aquel año 1982, de paso por Nueva York, tuve la oportunidad de ver y escuchar por televisión el primer mensaje presidencial de Ronald Reagan a la nación. El acto me intrigó sobremanera, no por el contenido de su discurso, sino porque Reagan dio la impresión de improvisar su discurso con impresionante fluidez, como si lo estuviera leyendo, aunque ni siquiera utilizó notas de apoyo para hacer citas textuales y manejar con precisión cifras económicas. La explicación que me pareció más plausible fue que esa aparente elocuencia de Reagan se debía a que gracias a su larga experiencia como actor era capaz de memorizar diálogos y largos monólogos. No obstante, esa solución tampoco me convencía del todo. La clave para despejar esta incógnita me la ofreció Napolitan:  Reagan sencillamente había leído su discurso en un “teleprompter”, dispositivo que en la Venezuela de entonces solo utilizaban, en una versión mucho más elemental, los locutores de noticias en los estudios de televisión. El de Reagan seguía siendo el mismo dispositivo, pero en una versión más avanzada, y en lugar de leer su discurso en la pantalla de un monitor instalado bajo la cámara de televisión que lo enfocaba directamente, lo leyó en dos pantallas de plexiglás transparentes y prácticamente invisibles para quienes no estuvieran al tanto de su existencia, colocadas a la izquierda y derecha del pódium.

   Ese era, le sugerí a Napolitan, la sorpresa que podríamos emplear en el acto de presentación de la candidatura de Lusinchi y Napolitan trajo a Caracas un teleprompter de última generación y a dos técnicos que trabajaran con Lusinchi hasta que el candidato aprendió a usarlo con soltura. Ninguno de los miles de asistentes al acto, mucho menos quienes lo siguieron por televisión, se percató del artificio, y lo que quedó en el ánimo del país no fue el contenido del discurso del candidato, sino el asombro general ante su elocuencia, demostración de que “el medio es el mensaje”, ya que lo que realmente se recordó del discurso no fue que Lusinchi advirtiera que tras 25 años de estable democracia política había llegado la hora de propiciar la construcción de  un estado de verdadera democracia social mediante un nuevo pacto nacional, el punto esencial de su propuesta electoral de fondo, sino a todas luces, su desconcertante capacidad de orador.

   Al día siguiente, bajo este fuerte impulso inicial de su candidatura, arrancamos la campaña por todo lo alto. Lepage y Consalvi habían contratado el alquiler de más de quinientas vallas de gran tamaño instaladas en lugares estratégicos de todo el país y Consalvi encargó un retrato a plumilla de Lusinchi, extraordinario trabajo de un dibujante holandés sordomudo que llegó a Venezuela como navegante solitario de un velero, a quien desde el primer momento y con gran admiración lo llamábamos “el holandés errante.” Nuestra satisfacción duró muy poco, porque nadie en el comando había caído en la cuenta de que según la legislación electoral vigente todavía faltaban varios meses para que oficialmente pudiera hacerse propaganda electoral, pero COPEI sí se dio cuenta, le exigió al Consejo Nacional Electoral hacer cumplir la ley y las autoridades electorales nos ordenaron retirar el mensaje y el dibujo de Lusinchi de las vallas.

   No hay mal que por bien no venga, dice el refrán popular, y ese fue el resultado de aquel costoso contratiempo. Yo había incorporado a la Unidad de Medios los servicios de Juan Fresán, extraordinario artista gráfico y buen amigo desde la época del Diario de Caracas, autor del renovador diseño gráfico del nuevo periódico, y ahora nos pusimos a trabajar contra reloj para encontrar la manera de reactivar las vallas con un mensaje que por supuesto fuera de carácter electoral, pero sin violar las ordenanzas electorales. De aquel esfuerzo por superar un obstáculo que lucía insuperable, surgió el mágico  de Lusinchi, dibujado a mano por Fresán con un creyón de labios color rojo, subrayado con un trazo también dibujado a mano en azul, sobre un fondo blanco. Ese monosílabo aludía al apellido del candidato sin nombrarlo, de modo que con esa afirmación monosilábica se identificó automáticamente a Lusinchi, mensaje de decisiva resonancia en la conciencia colectiva, que ocupó durante meses las quinientas y tantas vallas inutilizadas y la labor de miles y miles de espontáneos simpatizantes que cubrieron las paredes y muros del país con ese rotundo Sí que a la vez era medio y mensaje del candidato. Faltaba más de un año para el día de las elecciones, pero ya no había mucho que añadir para derrotar a Caldera en las urnas electorales.

   Del bajo perfil al debate con Caldera

   No todo fue, sin embargo, agua de rositas. El obstáculo que se había interpuesto en la andadura de Lusinchi como aspirante a la candidatura presidencial de su partido fue la intervención de Betancourt y Barrios en favor de Piñerúa. Ahora, la sorda oposición de quienes desde junio de 1982 rechazaban su decisión de aprovechar la derrota del partido en las municipales para relanzar su frustrada aspiración de ser el candidato presidencial de su partido. Finalmente, la forzada inutilización de las vallas. Sucesión de trabas que entorpecían su proyecto, hasta que el hallazgo del Sí le despejó definitivamente el camino que lo llevaría a la Presidencia de Venezuela.

   Esta opción la registró Gaither desde el primero de sus sondeos y al terminar aquel venturoso año 1982, los números ya le daban una muy cómoda ventaja a la candidatura de Lusinchi. Hasta que su salud nos despertó abruptamente de ese sueño. Desde hacía años, Lusinchi padecía de una hernia discal que le irritaba dolorosamente el nervio ciático y ahora, por las exigencias físicas de la campaña, la irritación y el dolor se habían hechos tan insostenibles, que casi no podía caminar. El tratamiento sería suficiente para atender el problema, pero eso significaba reposo del candidato al menos por un par de meses. Agobiante situación que nos obligó, por una parte, a silenciar la noticia. Por otra, a suspender la participación presencial de Lusinchi en la campaña y explicar su prolongada ausencia física con el pretexto de que la ventaja que le llevaba a Caldera en todas las encuestas era tan grande, que nos permitía reducir la intensidad de la campaña. Fue la etapa que calificamos de “bajo perfil.”

   En un primer momento, esta decisión no afectó el desarrollo de la campaña, pero al cabo de varias semanas, las tendencias en todas las encuestas comenzaron a reflejar una variación en favor de Caldera. No había razones para temer lo peor, pero era evidente que esta situación no podría prolongarse por mucho más tiempo. A esas alturas resultaba imposible saber si en el comando de campaña de Caldera estaban al tanto de la condición física de Lusinchi, o si solo fue porque todos tenían muy presente el efecto que tuvo en la victoria de Luis Herrera el rechazo de Piñerua al debate, pero lo cierto es que, en abril de 1983, Caldera retó públicamente a Lusinchi a un debate televisivo.

   Lusinchi, que durante esas semanas de incertidumbre había respondido favorablemente al tratamiento, convocó a su comando de estrategia para analizar el desafío. La presunción general era, aunque nadie se atrevía siquiera a insinuarlo, que Lusinchi no estaba a la altura intelectual de Caldera y, por lo tanto, todos, apoyándose en el argumento de Napolitan, para quien los candidatos que van ganando sencillamente no debaten, opinaban que lo mejor sería rechazar la propuesta de Caldera. Hasta que al cabo de un buen rato decidí intervenir. ¿Es que alguien cree, pregunté mirando directamente a Lusinchi, que de veras Caldera era una inteligencia superior? ¿Es  que acaso se olvida que Lusinchi tiene una larga y muy activa experiencia parlamentaria? Por otra parte, añadí, como la matriz de opinión era que la supuesta superioridad intelectual de Caldera haría pedazos a Lusinchi, incluso en el hipotético caso de que Caldera ganara el debate, si no era por palpable paliza, la percepción general sería que el ganador era Lusinchi. Para sorpresa de todos, Lusinchi, que hasta ese momento había guardado un discreto silencio, tomó la palabra entonces y, con gran firmeza, manifestó que aceptaba el debate con Caldera.

El debate se realizó el 9 de mayo de 1983. Objetivamente, ninguno de los dos lo ganó, pero eso bastó para que el país percibiera que Lusinchi había derrotado a Caldera. Una impresión puramente emocional, sin asidero en la realidad, que borró de un soplo las expectativas calderistas. Y Lusinchi derrotó a Caldera en las elecciones del diciembre con 22 puntos de ventaja. En febrero del año siguiente, perfecto candidato porque nunca dudó de que el mensaje esencial de su campaña era él mismo, Lusinchi asumió la Presidencia de Venezuela. Ese mismo día, me juramentó como ministro de Información de su gobierno, cargo en el que no llegué a cumplir un año. Pero ese contratiempo, y lo que luego fue el gobierno de Lusinchi, son parte de otra historia.

 

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