Casi al mismo tiempo que se libraba la Guerra de Sucesión española, en el norte de Europa tenía lugar otro desparrame bélico de campanillas en el que, después de muchos dimes y diretes, la hegemonía militar de Suecia, muy notable desde el siglo anterior, se fue yendo al carajo más pronto que deprisa. El rey sueco Carlos XII era un tipo arrojado, ambicioso y genial: un soldado nato que llegó a batirse con todo cristo, al principio con bastante éxito, hasta que se le acabaron los recursos, las energías y la suerte; y tras ver aniquilado a su ejército ante los rusos en Poltawa (1709) sin tirar la toalla por eso (era un monarca que los tenía bien puestos), palmó doce años después, acosado por todos, como un valiente, peleando ante la ciudad noruega de Fredrikshald, en un tiempo en que aún había reyes capaces de morir en un campo de batalla y no como los mantequitas blandas que hubo luego. Aquella guerra nórdica dio lugar a un importante cambio de influencias, pues el poderío sueco cedió paso a la nueva Rusia, que otro rey excepcional, Pedro I el Grande (enconado rival del infeliz Carlos XII), ponía en pie por esas fechas. Aquel joven zar ruso, formado en Holanda, Inglaterra y Francia, un guaperas culto, ilustrado, admirador de las nuevas ideas de progreso que empezaban a asentarse en Europa Occidental, quiso modernizar y engrandecer su país y se puso a la faena con fervor y tesón: fundó una nueva capital (San Petersburgo), construyó una flota impresionante, reformó el ejército, dictó leyes modernas, abrió escuelas y establecimientos benéficos, e hizo cuanto pudo por acercar la lejana y todavía bárbara Rusia a la Europa Occidental que tanto admiraba, incluso en asuntos religiosos: se cepilló el rancio patriarcado de Moscú y puso los pavos a la sombra a la Iglesia rusa (ortodoxa) para evitar que le tocara demasiado las narices en asuntos de modernidad. También llevó a cabo este zar una política de expansión territorial destinada a conseguir puertos en el Báltico y el Mar Negro (salidas marítimas naturales al Atlántico y el Mediterráneo), y eso lo enfrentó no sólo a Suecia, como hemos visto, sino también a Turquía y Polonia, que acabaron pagando el pato en el negocio. Pedro el Grande murió en 1725 antes de ver realizado su proyecto, pero lo continuó su viuda Catalina (una chica aldeana de origen humilde, como en los cuentos de hadas), que no hizo mala gestión del asunto. Y más tarde, ya a partir de 1762, otra Catalina, esta vez llamada la Grande (la zarina Catalina II), formada en el espíritu de la Ilustración francesa y europea, continuó con mucho acierto aquella europeización y expansión territorial de Rusia. Una expansión, por cierto, que le hizo considerablemente la puñeta a la pobre Polonia, víctima principal de esa larga marcha eslava hacia el oeste. Por estar donde estaba, o sea, entre Rusia, Prusia y Austria, Polonia estorbaba a todos; así que entre las tres potencias se repartieron la totalidad del Estado polaco (con la complicidad pasiva de la aristocracia rural, que se limitó a cambiar de monarca sin perder privilegios). Sólo más tarde despertaría, a causa de tanta humillación y tanto dar por saco, el sentimiento nacionalista polaco anti-alemán y anti-ruso característico de aquella Polonia trágica, atormentada por unos y otros, cuyas desgracias iban a prolongarse hasta finales del siglo XX. Y ahora que lo pienso, eso me recuerda que no podemos cerrar este episodio sin hablar de Prusia: un pequeño país alemán a quien su gobernante, Federico II (el principal tocapelotas de Europa en el siglo XVIII), hizo poderoso y temible. Era este Federico un rey absolutista al estilo de la época pero culto, ilustrado (detestaba la lengua alemana, que consideraba propia de brutos, y prefería hablar y escribir en francés) y sinceramente atento al bienestar de su pueblo; pero también, cara y cruz de una misma moneda, un militarote de armas tomar: soldado duro y sin escrúpulos en relaciones internacionales, que combatió con todos sus vecinos con buenas o malas artes según la necesidad de cada momento (atacaba sin declaración previa de guerra y otras guarrerías por el estilo). Y lo hizo especialmente contra Austria, su más próximo rival, durante la llamada Guerra de Sucesión austríaca (entre 1740 y 1748), que al estilo de la de Sucesión española enfrentó a casi todas las potencias, Inglaterra incluida, a favor y en contra de la reina María Teresa de Austria, y que tuvo una segunda edición en la Guerra de los Siete Años (1756-1763); cuyas consecuencias internacionales y ultramarinas, todavía más importantes que la guerra en sí, definirían de forma decisiva el paisaje europeo y mundial para el siguiente siglo, América, Asia y océanos incluidos. Pero de todo eso hablaremos, supongo, en el siguiente capítulo.
[Continuará].