Muere, a los 82 años, el músico italiano Maurizio Pollini, una leyenda del piano
La capilla ardiente se instaló en la Scala de Milán, con la que mantenía una muy estrecha relación
Muchos de los mejores momentos del pianismo internacional nacido en las cuatro últimas décadas del siglo XX se deben a Maurizio Pollini, italiano de Milán (1942), a quien el novelista Alessandro Baricco llamó en una de sus crónicas en ‘La Stampa’ «el científico del piano». La denominación venía a resumir una opinión general, al tiempo que caracterizaba a un intérprete cuya pureza interpretativa camuflaba muchas veces al artista.
Baricco recordaba al genial pianista –fallecido a los 83 años en su Milán natal– con el ejemplo de alguna actuación realmente decepcionante y solo comprensible por aquel que haya tenido la oportunidad de escuchar en vivo a Pollini. Así queda escrito: «Lo digo como devoto polliniano por los siglos de los siglos». En ‘Barnum: crónicas del gran show musical’ (Nortesur, 2011), el novelista aclara la cuestión señalando que su piano ha sido capaz de plantear constantes dudas a los aficionados, siempre en equilibrio inestable ante la posibilidad muy próxima, pero nunca previsible de escuchar algo inolvidable.
Poco amigo de las declaraciones públicas, sospechosamente introspectivo y decididamente modesto, Pollini cedió, con motivo de su setenta cumpleaños, ante el director Bruno Monsaingeon, retratista cinematográfico de algunos músicos referenciales, y protagonizó el documental ‘Pollini, la nota justa’, fácilmente accesible en alguna plataforma. De entrada, él mismo le quita mérito al hecho de que, en 1960, tras ganar el Concurso Chopin de Varsovia, el «simpático» Arturo Rubinstein afirmara que Pollini tocaba más que todos los miembros que formaban el jurado juntos.
También le quita relevancia a la experiencia de ‘Musica-Realta’ en los barrios y fábricas de Reggio nell’Emilia, en donde interpretó obras de Beethoven y Chopin. También estaban en ello el director Claudio Abbado y el siempre político compositor Luigi Nono. Todos ellos inspirados por un pensamiento de izquierdas con penetrantes consecuencias sociales: «El arte en sí mismo, si es realmente genial, tiene el aspecto progresista que necesita la sociedad, incluso cuando parece absolutamente inútil en términos estrictamente prácticos», dijo Pollini en una entrevista a ‘The Guardian’ hará poco más de diez años.
Los «sueños de la sociedad»
Pero más interesante aún es el desarrollo de la idea sostenida en la fe de que «el arte equivale a los sueños de la sociedad». «Parece no tener importancia, pero dormir y soñar son de vital importancia para la vida de un ser humano, que no podría vivir sin ellos, de la misma manera que una sociedad no puede vivir sin arte», aseguró.
Pollini ha sido, ante todo, un utópico en continua disputa intelectual. De ahí el desconcierto de quienes aspiraban a su permanente genialidad artística, sin caer en la cuenta de que a esta le iluminaban las dudas, las inquietudes… y hasta la eventualidad de llegar al concierto en condiciones adecuadas.
Cientos de veces se le vio salir al escenario como si estuviera huyendo, comenzar a tocar sin importarle que los aplausos hubieran terminado, en alguna ocasión levantarse en medio de la interpretación molesto por un ruido para volver en el exacto punto en que se había quedado y salir del concierto agotado y encogido. Los años fueron profundizando en esta imagen aparentemente impropia en un intérprete que poseía unos medios técnicos absolutamente descomunales, pero (y esto es lo fundamental) que nunca hizo del alarde una razón de ser, sino una forma de liberación.
Sentido «científico»
El sentido ‘científico’, químicamente puro, de tantas interpretaciones en las que no concedía un ápice a lo estrictamente escrito había revelado en su momento una modernidad de concepto extraordinaria. Se ha dicho, y con razón, que «las interpretaciones de Pollini eran una ascesis que no renunciaba al brillo del virtuosismo». Y en ello había una intención desmitificadora con independencia del repertorio.
Pollini fue un defensor de lo romántico, con lecturas emocionantes del último Brahms, de Schubert y, por supuesto, de Chopin y del Liszt más circunspecto. Se paseó por el siglo XX defendiendo con coraje a Bártok, Schoenberg, Webern y a varios contemporáneos como Pierre Boulez, Stockhausen, Manzoni, Sciarrino y, sobre todo, a su amigo Luigi Nono.
Tentado por la dirección de orquesta dirigió en Pesaro, en 1982, y luego grabó ‘La donna del lago’ de Rossini. También porque al margen de su prestigio internacional fue un italiano a ultranza. Por eso merece la pena citar entre los mil escenarios en los actuó el del Teatro alla Scala de Milán, donde se instalará la capilla ardiente este martes. Justo en el escenario con el que mantuvo una relación muy estrecha.
Allí se presentó el 23 de octubre de 1969, actuando luego durante 168 veces con refrendos como el ciclo de las 32 sonatas de Beethoven en 1995. Todavía hoy la agenda de Pollini anuncia una actuación en la Scala para el 20 de octubre de este año, pero el hecho era ya imposible tras la larga y previa hilera de cancelaciones, incluida la madrileña.
No hay que olvidar que en ese escenario sonó por primera vez un piano gracias a aquel devoto Franz Liszt al que Pollini pudo igualar por lo espectacular, pero con quien marcó distancias. Y todo por tratar de convertir la inflexión sentimental en erudición musical, y por tanto en algo maravillosamente inhumano.