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Armando Durán – Laberintos: La ilusión democrática en Venezuela

   Hace pocos días, María Corina Machado sostuvo que Nicolás Maduro “no puede” seleccionar al candidato unitario de la oposición. Por supuesto, tiene razón. El problema es que tampoco tiene razón, porque con su sentencia no solo condena la decisión de Maduro, sino que también niega la irrefutable perogrullada que soltó Parménides 500 años antes de Cristo, cuando sostuvo, con la solemnidad del caso, que “lo que es, es, y lo que no es, no es.” Verdad que durante siglos resistió todos los embates imaginables, hasta que la física cuántica tuvo la audacia de advertirnos que un gato encerrado en una caja podía estar simultáneamente vivo y muerto, supuesto que le dio carta de credibilidad a la falacia naturalista, que consiste en confundir lo que debe ser con la descripción de hechos concretos. Es decir, con lo que en verdad es, que en Venezuela incluye el hecho concreto de que Maduro ejerce un poder de carácter hegemónico, porque tiene poder para hacerlo, sin necesidad de recurrir a la ayuda de propaganda y desinformación, mecanismos que le sirvieron a Hugo Chávez, primero para alcanzar pacíficamente el poder que no pudo conquistar a cañonazos, impulsar luego su radical proyecto político y por último garantizar su permanencia y la de su sucesor, al menos, hasta el día de hoy, sin dejar de alimentar la ilusión de vivir en democracia.

   Esta falacia, ampliada y amplificada por los libros de autoayuda y los seguidores del pensar siempre en positivo que divulgó en los años cincuenta el escritor chino Lin Yutang con gran éxito en el mundo occidental, temeroso entonces del estallido de un posible holocausto mundial en cualquier momento, fue el fundamento con que desde hace 25 años, a punta de alimentar la ilusión electoral, se ha repetido la experiencia de la revolución cubana, pero disimulada por los artilugios del sistema político de la democracia representativa que dominaba la mente y el corazón de los venezolanos desde el 23 de enero de 1958, fecha en la que el dictador Marcos Pérez Jiménez tomó la decisión de darse a la fuga y dejar en manos de cuatro partidos, los social demócratas Acción Democrática (AD) y Unión Republicana Democrática (URD), los social cristianos de COPEI y los comunistas del Partido Comunista de Venezuela (PCV), la pluralidad política, la alternabilidad en el ejercicio del poder y el destino del país.

   El éxito político, económico y social del régimen democrático, desde todo punto de vista limitado, resultó suficiente para sostener durante casi 40 años la esperanza de todos en esa ilusión de libertad y poder popular que se expresaba en sucesivos procesos electorales como dispositivo regulador equilibrado y justo del sistema, más la supuestamente inagotable riqueza petrolera, y le permitía a los venezolanos mirarse en el espejo, seguros de gozar de un bienestar sostenible y duradero. Aspiración verosímil que a fin de cuentas respondía a lo que gobernantes y gobernados deseaban creer, hasta que lo que en verdad iba siendo se hizo presente a partir del viernes 18 de febrero de 1983, cuando al gobierno de Luis Herrera Campíns no le quedó más remedio que devaluar el valor del bolívar y se puso en impúdico desnudo la incertidumbre económica, la miseria social y la falsedad del espejismo de un futuro venezolano de seguridad y bienestar colectivos.

   Desde entonces, el desastre continuado y sin remedio se ocultó en Venezuela a punta de entelequias y figuraciones, que en su momento interpretó Teodoro Petkoff, zar de la economía venezolana en el segundo gobierno de Rafael Caldera, con una frase, “estamos mal pero vamos bien”, que abolía con cinco palabras la lucidez de Parménides y pasaba por alto que la democracia venezolana no estaba simultáneamente viva y muerta, sino agonizante y desahuciada sin remedio aparente, herida por una realidad que muy poco después se puso violentamente de manifiesto con el cataclismo del llamado Caracazo del 27 de febrero de 1989 y el frustrado golpe militar de Hugo Chávez el 4 de febrero de 1992, cuyo desenlace fue su victoria incuestionable en las elecciones generales de 1998. Un triunfo que se fundamentó en la ilusión de un pueblo que estaba condicionado por la alucinación de confundir su deseo de ser feliz a toda costa con la negación irracional de las tribulaciones y amarguras de la realidad.

   Fue esa confusión lo que le dio a Chávez y a Nicolás Maduro, su sucesor, la posibilidad de conservar el poder sin violentar del todo la ilusión democrática y electoral de la se alimentaba la imaginación de los venezolanos de a pie. Confusión que el chavismo ha sabido alentar hasta el extremo de que colectivamente se confundiera la acción de votar con la de elegir. La crisis política de estos últimos tiempos tiene sin duda mucho que ver con el ya irreversible distanciamiento popular del modelo político representado por el chavismo, pero sobre todo porque la ilusión que Chávez supo crear en la conciencia de los venezolanos sobre la vía electoral a su manera, a fuerza de los fracasos de su gestión, ha terminado por disolver sus bases sociales. Hasta el extremo de que ni mediante las manipulaciones habituales pensadas y ejecutados magistralmente por Chávez para despojar a las votaciones de su potestad de elegir sin necesidad de recurrir a la fórmula de partido único, como ocurre en Cuba desde hace 65 años, tiene Maduro posibilidad de salir airoso de la elección presidencial del próximo 28 de julio. Una circunstancia que lo coloca ante el dramático dilema de contemplar en su menú de opciones su eventual derrota electoral, o sea, admitir lo que “debe ser”, o sencillamente atrincherarse en lo que en verdad es, o sea, liarse la manta a la cabeza, como sugiere el habla popular en España, reconocer que el sistema político venezolano definitivamente ya se hace otro y admite que, en efecto, desde ahora, los venezolanos tendrán que aprender a vivir en un riguroso sistema político de partido único. Con todas sus consecuencias. Para todos.

 

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