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Crítica de ‘Pequeñas cartas indiscretas’ ( Wicked Little Letters): Estampas divertidas y traumas vertidos
Tanto el guion como su puesta en escena tienen la habilidad de reparar en los detalles, de mantener un ritmo apreciable y de colocar adecuadamente lo dramático y lo humorístico
Suele ser un auténtico placer cinematográfico ver esas películas tan británicas, tan de época, tan de pequeña localidad costera y de sus peculiares gentes y sus pequeñas cosas. Sí, todo es algo pequeño en esta película que dirige Thea Sharrock, desde los conflictos, aparentemente insignificantes, hasta las causas y efectos que se enredan en la historia, pero lo mágico es que adquieren una importancia y unas tonalidades fabulosas en su desarrollo, que por cierto se vive con un pie embarrado en el intenso drama y el otro en la ingeniosa comedia.
Lo circunstancial del argumento es que los habitantes de esa pequeña localidad empiezan a recibir unas cartas anónimas terribles, llenas de insultos y obscenidades, que alteran la vida insulsa de los vecinos. Y esa circunstancia le permite a la directora un interesante juego de descripciones y un jocoso inventario de personajes para ilustrar por una parte el tipo de sociedad y por otra una intriga creciente y sin exceso de malicia. Los dos personajes principales son Edith Swan (Olivia Colman), solterona, beata, más curiosa que piadosa y que vive bajo la tutela de un padre indescriptible, y Rose Gooding (Jessie Buckley), madre soltera, mujer enérgica y vehemente, con lengua de hacha y sospechosa de ser la escritora de esas cartas envenenadas.
La intriga es la menor preocupación de Thea Sharrock, que prácticamente no se la traspasa al espectador (¿qué más da quién sea el autor de los libelos?), y se concentra en las descripciones de tipos, personajes y morales, haciéndolos extravagantes y divertidos por fuera, aunque realmente intrincados y dramáticos por dentro. Los interiores de la beata Edith, de su padre (Timothy Spall), de la impúdica Rose y de todos los vecinos tienen enorme material agazapado de infelicidad y de sentimientos y desgarros. Todos los actores proyectan bien esa dualidad de sus personajes y transmiten gracia y amargura, aunque se concentra especialmente en ese duelo entre Olivia Colman y Jessie Buckley, dos actrices capaces de emitir bondad y malicia en el mismo instante, y es en ese juego entre ellas, en la capacidad de construir dos personajes tan cristalinos y opacos al tiempo, donde la historia y la película alcanzan un nivel de encanto, de atracción y de interés que le dan fortaleza y cohesión a una obra mucho mayor de lo que parece.
Tanto el guion como su puesta en escena tienen la habilidad de reparar en los detalles, de mantener un ritmo apreciable y de colocar adecuadamente lo dramático y lo humorístico. Y hay buen gusto hasta en el mal gusto (algunas letras de las cartas son delicadamente asquerosas), y si bien no hay grandes ‘mensajes’ en la película, se sale de ella con sensación de grandeza en esas estampas divertidas por fuera y dolorosas por dentro.