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María José Solano: El diablo español

El Diablo, convendrán conmigo, es un personajazo que ha hecho correr casi tantos ríos de tinta como el Dios que lo castigó

 

‘Satán’ de Doré

 

Después de una Semana Santa dedicada a Dios, veo conveniente mentar al diablo. Un poco, al menos, para compensar el equilibro de las cosas. El Diablo, convendrán conmigo, es un personajazo que ha hecho correr casi tantos ríos de tinta como el Dios que lo castigó. Crean o no crean, ahí tienen a su figura habitando bibliotecas, esculturas y cuadros durante varios centenares de siglos con versiones más afortunadas o más agraciadas o más famosas que otras.

Tenemos, por ejemplo, al ‘Diablo Enamorado’ de Cazotte, el que camina junto al ‘Caballero y la Muerte’ de Durero o el bello Satán de Doré, sin olvidar al Fausto de las múltiples leyendas, de Marlow a Goethe, que vendió a Mefistófeles su alma. Pero lo que casi nadie recuerda es que nosotros, en España, también tenemos un diablo que, en cierta medida, gana en misterio, maestría, terror y pacto literario a los anteriores: Enrique de Aragón o de Villena, nacido a finales del s. XIV como nieto ilegítimo del rey Enrique II de Castilla, huido a una Valencia abierta entonces al comercio, el conocimiento y Oriente, donde el muchacho se dedicó a sus amantes y al estudio de la literatura y la alquimia.

En España, también tenemos un diablo que gana en misterio, maestría, terror y pacto literario

Escribió poesía, un libro sobre la peste negra, tratados de gastronomía y una novela titulada ‘Los trabajos de Hércules’ cuyo incunable impreso en León se conserva en la biblioteca de la RAE. También fue el autor de un tratado astrología que terminó quemado en la hoguera de la Inquisición. Llamado el Nigromante, de él afirmaban que había hecho un pacto de conocimiento de lenguas extrañas con el diablo, y es que su facilidad para hablar y traducir era inexplicable: ‘La Divina Comedia’, la ‘Retórica Nueva’ de Tulio escrita por Cicerón o ‘La Eneida’ entretuvieron sus días.

Aun así, sombras extrañas cercaban al Nigromante, que ejerciendo de maestro de las ciencias ocultas como alumno aventajado de Asmodeo, fundó una escuela en una misteriosa cueva a las afueras de Salamanca. Creyendo tener el elixir de la vida eterna, practicó consigo mismo y perdió el pulso con el Diablo, muriendo entre alaridos y malformaciones, en el intento. Cervantes, trescientos años después, escribiría ‘La Leyenda de la Cueva de Salamanca’ que, aunque redactada en tono burlesco, recuperaba la memoria de este extraño personaje. El mejor alumno del Diablo se vio eternizado por fin, no por su Oscuro Maestro, sino por la mágica eternidad de la literatura.

 

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