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Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (LXXVIII)

Junto a la Revolución Industrial, y en cierto modo vinculada a ella, la palabra Ilustración fue el ábrete sésamo del XVIII. Con ella se explica casi todo lo que en ese siglo fascinante ocurrió, y también mucho de lo bueno y malo que iba a ocurrir. Las nuevas ideas filosóficas y físico-naturales, desarrolladas al principio en Francia e Inglaterra, acabarían sumergiendo a Europa en un baño de modernidad y esperanza, a cuyo término –tragedias históricas incluidas– ya no la reconocería ni la madre que la parió. Quien salió peor parada, aparte el fin del carácter sagrado de las monarquías por la gracia de Dios, fue la Iglesia católica, a la que Voltaire y otros combativos filósofos (mi admirado barón Holbach, por ejemplo), situando la experiencia y la razón por encima del dogma, patearon concienzudamente la entrepierna. Entre los ilustrados, la ciencia sustituyó a la religión. En cuanto a los reyes, al principio la gente todavía creía en ellos, en plan paternal y todo eso, y los filósofos de la modernidad no los atacaron a fondo (hubo absolutistas ilustrados como Federico de Prusia, Catalina de Rusia y María Teresa y José de Austria), exigiéndoles sólo que respetaran las leyes y las libertades ciudadanas. Fue luego, poco a poco, avanzado el siglo, cuando se fue emputeciendo el ambiente y llegaron las grandes sacudidas, revoluciones y guillotinas varias. Al principio, sin embargo, todo era optimismo y buen rollito. La influencia de Newton (la claridad y concisión con que su genio había expuesto las leyes físicas) aumentó en esta época, y a su benéfica sombra surgieron ideas nuevas y extraordinarias. Poder, economía, sociedad, incluso la guerra, todo era recomendable hacerlo y ejercerlo conforme a la Razón: Voltaire con sus acerbas e inteligentes críticas al mundo viejo; Bayle con su Diccionario crítico; Rousseau con su atractivo e influyente concepto del buen salvaje; Locke con su opinión de que la única certeza absoluta estaba en las matemáticas y en la ética; Diderot y D’Alembert con la monumental Enciclopedia o Diccionario Razonado de Ciencias, Artes y Oficios (casi todos los filósofos, Voltaire incluido, participaron en ella); Montesquieu con el desprecio de la tiranía y el despotismo y con el ideal de moderación contenido en su Espíritu de las leyes (libertad política y ciudadana garantizada por un equilibrio entre poder ejecutivo, legislativo y judicial que tres siglos después está siendo destruido en todas partes). Ellos y muchos otros desmontaron con inteligencia las desigualdades sociales, los privilegios aristocráticos y la intolerancia religiosa, y reivindicaron, como fundamento de las naciones prósperas, la educación escolar y la libertad de producción y comercio sin más obstáculos que las leyes y el sentido común (sobre eso escribí una novela titulada Hombres buenos, así que los remito a ella). No todo, por supuesto, eran florecitas y cascabeles: Europa, América y el mundo seguían sacudidos por injusticias, inquisiciones, conflictos armados y miserias como la explotación colonial, la esclavitud y la trata de negros; y a veces todo eso también se hacía en nombre del progreso. Aun así, el espíritu de las Luces, la nueva fe en el ser humano, la creencia en que el mundo podía cambiar para mejor (eso, en efecto, acabó por ocurrir) mediante la educación y la cultura, no conoció fronteras, difundido mediante los periódicos, los libros (impresos en Holanda e Inglaterra para esquivar la censura), las sociedades científicas, las academias, las logias masónicas y los salones ilustrados: institución esta típicamente francesa, que tuvo mucha influencia y en la que las gabachas cultas del XVIII (inteligentes megapijas de clase alta con prestigio social y viruta para gastar) jugaron un papel decisivo, reuniendo en sus salones a filósofos, científicos, artistas y hombres de letras, que allí podían comer y beber por la cara mientras discutían y exponían, sin riesgo de ir a la cárcel cuando iban demasiado lejos, las más avanzadas ideas del momento. A esos salones ilustrados acudían (imagínense el nivel de la peña), Diderot, Buffon, Rousseau, Hume, Montesquieu, Holbach, Benjamin Franklin y tantos otros. Patrocinar con tacto y elegancia aquellas tertulias (compárenlas con lo que ahora llamamos tertulias) fue un arte en el que brillaron la duquesa de Aiguillon, la marquesa de Deffand, la Pompadour, madame de Tencin o madame Geoffrin (que invitaba a artistas los lunes y a literatos los miércoles), de la que no me resisto a contar una deliciosa anécdota. Uno de los habituales del salón solía sentarse siempre en el mismo lugar, al extremo de la mesa, escuchando las conversaciones pero sin abrir nunca la boca. Una tarde dejó de asistir, y al preguntar por él uno de los invitados respondió la dueña de la casa, imperturbable: «Ah, sí. Ése era mi marido, ¿sabe?… Acaba de fallecer».

[Continuará].

 

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