1.-
En la vieja Europa y en el sur de nuestro continente muchos dan por sentado que el beisbol llegó a nuestros países como resultado de las innumerables intervenciones militares estadounidenses en la región, a comienzos del siglo XX. Es un hecho, sin embargo, que no fue el cuerpo de marines yanqui el que nos trajo el juego.
El hombre que llevó a Cuba el primer bate y la primera pelota se llamó Nemesio Guilló. Hablamos ¡de 1864!: la Guerra de Secesión americana no terminaba aún y los cubanos todavía eran súbditos de la Corona española.
Nemesio fue uno de los tres “niños bitongos” (“sifrinos”) enviados por sus acaudalados padres a estudiar en una universidad (el Springville College) de Mobile, Alabama, en 1858. Para 1868, Nemesio Guilló había fundado ya un equipo de pelota —el Habana Base Ball Club— que derrotó, en juego amistoso, a la tripulación de una goleta mercante estadounidense.
Sin embargo, el equipo no tuvo tiempo de festejar la hazaña: se vio obligado a pasar a la clandestinidad, pues aquel mismo año estalló la primera y frustrada guerra de independencia cubana —llamada “de los Diez Años”, o “guerra chiquita”— y las autoridades españolas prohibieron terminantemente la práctica del juego so pena de presidio por rebelión.
La juventud independentista cubana prefería militantemente el beisbol a las corridas de toros: en éstas, la concurrencia debía ponerse de pie para rendir formal pleitesía a las autoridades de la Corona española.
Poniendo a salvo cuán entretenido y excitante pueda resultar un partido de pelota, es fácil comprender que los independentistas cubanos —los entonces llamados “mambises”— atribuyeran al beisbol, frente a la sangrienta tauromaquia y la decadencia de la monarquía, un valor simbólico asociado a la modernidad, a ideas de libertad, de vida republicana e igualitarismo.
2.-
Todavía circula, increíblemente, la errónea idea de que el beisbol vino a nuestro país junto con los primeros perforadores petroleros gringos, en la segunda década del siglo XX. Hoy sabemos, gracias a acuciosos investigadores como el historiador caraqueño Javier González, que fueron también vástagos de familias acomodadas caraqueñas quienes importaron el juego en la última década del siglo XIX, siguiendo los pasos del mambí Nemesio Guilló.
Nuestro primer partido de beisbol se jugó en el patio de maniobras de una estación de ferrocarril al este de Caracas, en 1895.
En Venezuela, como en el resto del Caribe hispanohablante, los precursores pertenecieron, como quedó dicho, a las llamadas élites. Pero el “pueblo soberano” pronto se apropió del juego mirando (de lejos) a los jóvenes ricos jugarlo, único modo de aprender la leyes de composición de un deporte cuyas reglas “vistas de lejos, siempre parecen excepciones”.
En su libro La gloria de Cuba, Roberto González Echevarría, distinguido catedrático de Literatura Comparada de la Universidad de Yale e historiador del beisbol en la isla, ofrece, entre otras, esta interesantísima tesis: “La cultura estadounidense es uno de los componentes fundamentales de la cultura cubana, aun cuando históricamente haya habido intentos, concertados y dolorosos, de combatir y negar este hecho. El beisbol es la más clara indicación de ello, pero no la única. Se trata de un proceso en el cual el antagonista es absorbido en lugar de rechazado”. Lo que vale para Cuba, vale en esto también para Venezuela.
Se nota en los modismos que el beisbol ha aportado al habla familiar de toda la región, con su imaginería a menudo referida a dilemas morales, como eso de “estar en tres y dos”.
La noción de “pelota caribe” que comprende esas jugadas llenas de malicia característica de nuestro beisbol remite al modo en se jugaba en las segregadas ligas negras estadounidenses del pasado. Una manera que fue rápidamente absorbida por jugadores cubanos y dominicanos que fueron a Estados Unidos a jugar en aquellas ligas desde fines del siglo XIX.
Los nombres y apellidos de cualquier alineación regular del beisbol profesional estadounidense ofrecen una idea del lugar que este “relato de la frontera”, como lo llamaría González Echevarría, y que ya dura más de siglo y medio, ocupa en la historia cultural de Estados Unidos y de nosotros, sus vecinos.
“Cualquiera que sean las razones”, escribía ya en 2008 el historiador estadounidense Milton Jamail, “la oferta de talento gringo para jugar al beisbol en Estados Unidos claramente se está reduciendo, y esto ha hecho necesario buscar jugadores en otras partes”.
Y añadía: “Las estadísticas que ofrece la misma industria del beisbol profesional estadounidense indican que casi 35% de los jugadores profesionales a todos los niveles, desde novatos hasta grandeligas, nacieron fuera de Estados Unidos (Las cifras incluyen a Cuba, Colombia México, República Dominicana y Puerto Rico) El beisbol, claramente, ha dejado de ser un deporte estadounidense”.
Mi amigo Milton tiene razón: el beisbol es, hoy por hoy, un deporte internacional que se juega profesionalmente en comarcas tan dispares como Australia, Japón, Canadá, Corea del Sur, Suráfrica, República Checa, Colombia, ¡Argentina!, Holanda, Italia ¡y Cataluña! Su más exigente nivel de juego profesional se encuentra en Estados Unidos, donde descuellan los latinoamericanos.
El primer jugador venezolano en llegar a las Grandes Ligas fue el lanzador Alfonso “Patón” Carrasquel, quien debutó con los desaparecidos Senadores de Washington en 1939.
Desde entonces, lenta y sostenidamente, han seguido sus pasos cerca de 460 compatriotas.
Todo gracias a Nemesio Guilló, el cubano que trajo de Alabama la primera pelota de cuero de caballo y alma de corcho y dio con ello origen a la especial cepa del beisbol que jugamos los latinoamericanos de la cuenca del Caribe.
¹Fragmento del ensayo “Beisbol en el Caribe: un relato de fronteras”, publicado en la edición centenaria de Revista de Occidente, Madrid, octubre de 2023.