Coixet: Terrones de azúcar falsos
Cuando el Muro de Berlín cortó Alemania en dos en 1961, el Ministerio para la Seguridad del Estado de la Alemania del Este puso en marcha la Stasi, un sistema de vigilancia masiva de sus ciudadanos que, aunque tiene precedentes en muchos momentos de la historia de Europa, nunca llegó a los niveles de locura y absurdo que se vivieron en la República Democrática Alemana. La Stasi tenía como objetivo sofocar y aplastar cualquier tipo de disidencia, pero en ese fútil intento creó un sistema de miedo, desconfianza y delación que transformó la convivencia en un infierno: se rompieron amistades, familias, relaciones amorosas. El fingimiento de adhesión al régimen se instaló hasta en la vida privada: nunca se sabía quién podía estar escuchando. La gente tenía conversaciones jugando al ping pong para que el ruido de la pelota impidiera la grabación de las conversaciones, aunque en algunos árboles también se ocultaban cámaras.
Nunca un sistema de vigilancia masiva de ciudadanos llegó a los niveles de locura y absurdo de la República Democrática Alemana
Nada era demasiado trivial para el escrutinio de la Stasi. Una instalación en Berlín se dedicaba exclusivamente a abrir y leer varios miles de cartas privadas al día. Tenían un dispositivo especial para abrir los sobres con vapor y cerrarlos para que nadie sospechara de que habían sido abiertos. Otra instalación estaba llena de ingenieros que ideaban dispositivos de vigilancia diabólicamente miniaturizados: cámaras estenopeicas que podían esconderse detrás de un ojal; micrófonos del tamaño de un guisante insertados en plumas estilográficas; patas de mesa o terrones de azúcar falsos. Para espiar una residencia privada, un agente podía instalarse en el apartamento de al lado, perforar un agujero en la pared e introducir un tubo flexible con un ocular en un extremo en forma de ‘V’ y una lente en el otro. Para tomar fotografías de vigilancia por la noche, el agente podía activar una serie de destellos infrarrojos, ocultos dentro de la puerta de un automóvil, cuando el objetivo pasaba cerca. Los informes que confeccionaron los espías de la Stasi en los 40 años de la RDA suman unos increíbles 111 kilómetros de archivos. En ellos se pueden encontrar incontables documentos de una banalidad aplastante: listas de la compra, transcripciones de conversaciones entre abuelas y nietos de tres años, recibos de cuentas de tiendas de sombreros, fotografías de perros, manuales para disfraces de espías… Se calcula que en su apogeo la Stasi empleó en diferentes categorías a 300.000 personas, lo que daba un cómputo de un espía por cada 50 habitantes.
Los agentes de élite de la Stasi, bien formados en el campo de la psicología, demostraron una gran inventiva: organizaban registros, violaban constantemente la privacidad del sospechoso, por ejemplo, haciendo desaparecer todos los rollos de papel higiénico, objetos personales o perforando misteriosamente y de forma repetida la piel del oponente o las ruedas de su bicicleta o coche. Todo ello con el único objetivo de generar desconfianza. Y, si el oponente no se resignaba, entonces podría ser citado para un interrogatorio con el objetivo de darle una lección, aunque la mayoría de las veces las acusaciones eran una fabricación destinada a… mantener la existencia de la propia Stasi. Me pregunto qué deben de sentir las personas que aún hoy piden los informes que sobre ellos tenía la policía. Contemplar en directo esos inmensos pasillos llenos de papeles y al equipo de investigadores que trabaja desde la caída del Muro en digitalizar toda esa información debe de provocar una sensación entre la náusea, la ira y la risa.
Y la triste idea de que nada de eso, como en tantos momentos de la historia, sirvió y sirve más que para provocar dolor. Y para que inventaran terrones de azúcar falsos.