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Escuchar a los europeos

El conservadurismo es el verdadero modernismo, que aspira al progreso de las sociedades sin la utopía de querer construir una nueva sociedad

NIETO

Europa es ante todo una entidad cultural que se ha ido produciendo a lo largo de siglos de convulsa historia común. Nos han unido nuestras raíces judeocristianas, la civilización jurídica del derecho romano, la llegada del valor de la democracia y el reconocimiento de los derechos individuales. Nos une el arte, la literatura con sus contaminaciones y entretejidos, la música y muchas pequeñas cosas de la vida cotidiana. Antes que Europa, entendida como estructura administrativa, está la civilización europea, una base espiritual común, el reconocimiento del individuo y el humanismo. La unidad europea, por tanto, es ante todo unidad cultural e ideal.

La democracia constituye el logro más elevado de la historia de Europa y de Occidente, pero la noción misma de democracia no puede definirse al margen de la historia y de los trabajos seculares que nos han llevado a definir la forma política más próxima a la libertad. Alexis de Tocqueville es claro al respecto cuando escribe: «Las leyes son siempre vacilantes mientras no se apoyan en las costumbres».

Las superestructuras administrativas, que uno espera ligeras y eficaces, sirven al buen funcionamiento de las instituciones, pero no deben sustituir al alma y a la vocación ideal. Cuando esto ocurre, y ha ocurrido a menudo en Europa, socava la noción de soberanía y crea una distancia con los ciudadanos. No se puede pensar en construir una Europa sobre formalismos abstractos sin tener en cuenta las expectativas de los ciudadanos, sus angustias y sus deseos.

El historiador italiano Federico Chabod escribió: «Decir sentido de la nacionalidad es decir sentido de la individualidad histórica. Y esta individualidad histórica es un valor que hay que preservar».

Las naciones no son un límite para Europa, son la riqueza de Europa, su variedad es un patrimonio común. La diversidad siempre ha multiplicado la vida. Cierta política global de nuestro tiempo se ha apresurado demasiado a descartar la historia y con ella la geografía de las culturas, los pueblos y las peculiaridades que se han ido asentando a lo largo de los milenios. Esto es perjudicial para la civilización.

Nuestra época está marcada por castas de poder tecnocráticas, estructuradas según el patrón de las oligarquías, burocracias de poder que ejercen una pedagogía cotidiana e imponen una visión unívoca de la realidad. Estas élites han decretado la «muerte de la nación», que es sobre todo la «muerte de la patria». Mientras que, en cambio, Patria, Nación, Estado, siguen siendo los tres sustantivos que continúan teniendo un profundo valor para especificar una comunidad política organizada.

Oswald Spengler, antes que otros, en su famoso libro ‘El ocaso de Occidente’ (Der Untergang des Abendlandes), proponiendo una idea fáustica de Europa, cuna de la civilización, hace una aguda crítica del cosmopolitismo que mata todo vitalismo. Y subraya los peligros de la decadencia del hombre europeo, perdido en la búsqueda de un universalismo indefinido. De ahí la importancia de recordar a Mircea Eliade para reafirmar el valor del mito. José Ortega y Gasset, al describir los rasgos de la sociedad de masas, siente la necesidad de construir la política manteniendo un vínculo con el individuo-masa, sus ansiedades y expectativas. «La vida pública», escribe Ortega y Gasset al esbozar lo que denomina fenómeno de aglomeración, «no es sólo política, sino que al mismo tiempo y en prevalencia, es intelectual, moral, económica, religiosa; comprende todas las costumbres colectivas, incluso la manera de vestir y la forma de gozar». Una advertencia a los grupos de poder que idean modelos y soluciones sin tener en cuenta el sentir popular común.

En los últimos años, las instituciones europeas se han detenido en una agenda abstracta e ilusoria, sin anclaje en las expectativas reales y, sobre todo, ofensiva para las raíces comunes e ideales. Hoy es más necesario que nunca que los gobernantes escuchen la voz de los pueblos europeos que se han expresado a través del voto democrático. El esfuerzo de Giorgia Meloni y sus aliados consiste en devolver a Europa la grandeza de su historia.

La historia no puede representarse como un camino progresivo, que tiene un principio y un final, donde el «después» es necesariamente mejor que el «antes», es más bien una coexistencia de diferentes culturas autónomas en su sustancia.

El conservadurismo es el verdadero modernismo, que aspira al progreso de las sociedades, en la estela de sus tradiciones, sin la peligrosa utopía de querer construir una nueva sociedad.

El gran fresco familiar de los Buddenbrook, la obra más famosa de Thomas Mann, al proponer la saga decadente de una gran familia alemana, deja clara la oposición entre Kultur y Zivilisation, porque el progreso, la presunta civilización, no siempre corresponde a un verdadero avance cultural.

Ortega y Gasset, afirma que hay que «plantar los talones en el pasado, partir del presente y ponerse en camino» en un sistema en el que «la vida humana es estructuralmente historia» y las «creencias» que de ella se derivan acaban siendo la estructura del ser. «El poder público», reitera siempre Ortega y Gasset en ‘Meditación sobre Europa’, no es otra cosa que «la intervención activa, enérgica, de la opinión pública. Si no hubiera opinión pública, no habría poder público y menos aún Estado». La existencia, y esto vale para la existencia de los europeos, no se realiza en un breve instante, en un momento, sino en el tiempo de la historia.

 

GENNARO SANGIULIANO

es ministro de Cultura de Italia

 

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