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Irene Vallejo: Pasión y distancia

 

 

La ansiedad por triunfar ahuyenta el placer y anula el talento. En los campeonatos más importantes, los deportistas, cautelosos para no cometer errores, agobiados por la trascendencia del acontecimiento, parecen perder brillo y alegría.

Hace veinte siglos, el filósofo Epicteto, ciudadano de una civilización que llenaba a rebosar los estadios para vibrar con los espectáculos de competición y lucha, encontró parecidos entre el arte de vivir y el juego de balón. Según el filósofo, el deporte es una metáfora que nos explica cómo deberíamos combinar la despreocupación y el afán.

Nos irá meior si afrontamos nuestras tareas con empeño y a la vez con cierta ligereza infantil: «Eso es lo que hacen los que juegan bien a la pelota: a ninguno de ellos les importa la pelota como bien, les importa cómo tirarla y recibirla. Ahí reside la armonía, la rapidez, la maestría». Los grandes jugadores son aquellos que, sin obsesionarse por el balón, entienden la estrategia en su conjunto, inventan jugadas y ceden a otros la emoción de culminarlas. Epicteto concluye que «en nuestras tareas deberíamos tener el anhelo de perfección del más hábil jugador y al tiempo cierta indiferencia como la que sentimos hacia la pelota». En lugar de tomarnos el deporte tan en serio, tal vez nos convendría llevar a la vida el espíritu de juego.

 

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