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Carmen Posadas: Hallazgos de la edad tardía (II)

Un par de años atrás escribí con este título un artículo similar en el que comentaba varios conceptos y atributos a los que antes no daba importancia, pero que con la llegada de las canas había aprendido a valorar. El primero es la ternura. Cuando uno es joven, busca sensaciones fuertes, relaciones apasionadas, encuentros turbulentos y otros ardores. En la edad tardía, en cambio, se aprende que las relaciones basadas en la ternura son más templadas, pero también más plenas y duraderas. Otra palabra que he aprendido a apreciar es ‘rutina’.

 

Se aprende que las relaciones basadas en la ternura son más templadas, pero también más plenas y duraderas

 

Para los jóvenes, ser rutinario es sinónimo de aburrido, de falto de imaginación, de asno en una noria. Con la edad, en cambio, descubre uno que la rutina aporta equilibrio, orden e incluso es más eficaz que la fuerza de voluntad a la hora de enfrentarse a lo que no hay más remedio que hacer (un tedioso trabajo, gimnasia o cualquier otra obligación insoslayable). Más palabras cuyo valor comienza uno a reconocer son, por ejemplo, ‘sosiego’, ‘paz’, ‘pausa’, igual que se aprende a priorizar y a saber lo que vale la pena y lo que no. Sumado a esto, ahora quiero hablarles de otro feliz hallazgo de estos años en los que, como decía mi padre, empieza uno a tener el sol a la espalda. Una de mis frases favoritas de Oscar Wilde es la siguiente: «Formar parte de la sociedad puede ser muy aburrido, pero estar excluido de ella es una verdadera tragedia».

Toda mi vida me ha perseguido esta contradicción. Como soy tímida e introvertida me ha costado horrores eso que ahora llaman ‘socializar’. O, lo que es lo mismo, molar, estar en la pomada, ser la croquetita de todos los cócteles. Pero, al mismo tiempo, que no me invitaran a tal o cual festejo no sé si era «una verdadera tragedia» como decía Wilde, pero me molestaba bastante. De un tiempo a esa parte, en cambio, cada vez que veo en la tele a esa gente tan peripuesta y supersensacional yendo a la cena de Fulano, al cóctel de Mengano, a la boda de Perengano, lo único que pienso es: «Qué aliviooooooo».

He pasado a la retaguardia, de modo que a nadie le parecerá raro que no esté invitada y puedo quedarme en casa con mis nietos o leyendo un buen libro. Como el que tengo ahora en mi mesilla. Es de Carmen Iglesias (muy recomendable, por cierto) y se llama El carácter es el destino. Gracias a Carmen he recordado aquella frase de Heráclito según la cual nuestra forma de ser determina nuestro futuro. ¿Se puede luchar contra el daimon, que es como llamaban los griegos al carácter de cada uno, a su personal forma de ser? ¿Es posible modificar esa especie de fuerza o ley interna que nos impele a comportarnos de tal o cual manera? ¿Se puede con la voluntad conjurar un mandato biológico y cambiar ciertas derivas que no nos gustan? ¿Qué papel desempeña en todo esto el azar? ¿Y el entorno? ¿Y la educación? ¿Y la etnia, el sexo o la cultura a la que uno pertenezca?

Desde tiempos de Heráclito, ríos de tinta han corrido intentando dar respuesta a estas preguntas, pero parece de sentido común afirmar que una parte de cómo somos no puede modificarse, aunque otra sí. Ya que he empezado este artículo tan impúdicamente hablando de mí y contándoles mi aversión a los festolines, les contaré también lo que he aprendido con los años. Pienso que, al igual que en aquella vieja canción de Mari Trini, en esta vida «un remo lo aprietan mis manos y el otro lo mueve el azar». Pienso también que uno puede elegir luchar contra los rasgos de su carácter que agraden o bien aceptarse. Yo he combatido toda mi vida contra ellos y, si no he logrado aplacarlos, al menos he conseguido, con sudor y no poco sufrimiento, una convivencia aceptable.

Así ha sido hasta el presente. Porque ahora que soy vieja (me gusta reivindicar esta palabra, pues la otra opción, la de no llegar a serlo, implica estar criando malvas…); porque ahora que soy vieja, digo, he hecho otro de esos felices hallazgos de la edad tardía que les comentaba más arriba. El descubrimiento de que la vejez permite ser como uno es en realidad. Sin molestar a nadie, sin volverse un egoísta de tomo y lomo y sin convertirse en un engorro, por fin puede uno hacer o decir lo que le dé la gana; pasar de muchas cosas y priorizar y potenciar otras. Sí, ¿por qué no? Nos lo hemos ganado.

 

 

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