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Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (LXXXV)

Aunque el Congreso de Viena y la Santa Alianza aún darían duros golpes, Europa ya no iba a envainársela en materia de instituciones, religión, monarquías y modos de vida. Newton, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, no podían ser borrados de universidades y bibliotecas. Los esfuerzos por anular las fuerzas liberadas con la Revolución Francesa y el Imperio napoleónico acabaron yéndose al carajo, y la represión de cuanto olía a cambio retrasó la modernidad, pero no pudo impedirla. Una burguesía liberal, flamante en lo técnico y lo económico (en su momento hablaremos de la Revolución Industrial), fue el motor principal del nuevo estado de cosas. Liberalismo y nacionalismo (que no siempre iban juntos, y a veces se enfrentaron entre sí) se convirtieron en palabras de moda. Eso tuvo consecuencias en América, donde los territorios españoles y portugueses, animados por Inglaterra (siempre dispuesta a dar por saco en su propio beneficio), empezaron a independizarse de la metrópoli. Y también tuvo efectos en Europa. Si la influencia religiosa empezaba a palmar aquí de modo notable, una moda ideológico-cultural llamada romanticismo (lo hubo de carácter liberal y también conservador y reaccionario) vino a cubrir ciertos huecos espirituales. Por su vitola heroica, la guerra de independencia de Grecia y Serbia contra la opresión turca, comenzada en los años 20 del siglo, se ganó casi todas las simpatías; y voluntarios extranjeros (el inglés Lord Byron entre ellos, que cascó allí) acudieron en ayuda de los patriotas helenos. Por lo demás, los carcamales de la Santa Alianza se habían pasado por el forro las aspiraciones de muchos pueblos de Europa: el Congreso de Viena dividió Polonia entre Rusia, Prusia y Austria; Venecia se entregó a los austríacos; Noruega a Suecia; Bélgica a Holanda, e Italia volvió a ser bebedero de patos de las potencias extranjeras. Al sur de los Pirineos, donde los liberales se oponían a los rancios partidarios del trono y el altar, el regreso en 1814 del rey Fernando VII (el mayor hijo de puta de nuestra historia, tan abundante en ellos incluso ahora) convirtió a España, convaleciente de la guerra de la Independencia, en lo que el historiador George Rudé califica de uno de los pocos países de Europa en los que el monarca restaurado hizo retroceder firmemente el reloj del tiempo. De una u otra forma, con más o menos éxito según cada cual, todo el siglo iba a quedar marcado por los leñazos entre liberales y conservadores, entre anticlericales y religiosos, entre revolución y reacción, entre nacionalismo y fuerzas contrarias. De ahí acabarían naciendo, dolorosamente, los estados modernos que hoy configuran Europa. Sírvanos Francia como ejemplo: a través de diversas turbulencias (restauración, nueva revolución, segunda república, nueva monarquía, revolución de 1848, segundo imperio, guerra franco-prusiana, tercera república), los gabachos lograrían mantenerse como gran potencia europea y mundial hasta convertirse en democracia parlamentaria moderna, con libertad de prensa, leyes escolares, sindicatos y separación de la Iglesia y el estado. En cuanto a Rusia, los sucesivos zares iban a gobernar sus enormes 22 millones de kilómetros cuadrados de modo implacable, absolutista y antiliberal mediante el ejército, la policía y la Iglesia ortodoxa, dedicando los ratos libres a organizar pogromos (que es la palabra elegante para definir matanzas de judíos). El siglo XIX vería también la anhelada (por ellos) unidad alemana, realizada por influencia de Prusia y su enérgico canciller Bismarck (guerra contra Austria en 1866, guerra contra Francia en 1870), y gracias también a una prosperidad económica debida al desarrollo industrial y a excelentes redes ferroviarias. Por su parte, pese a la victoria sobre Napoleón Bonaparte, el imperio austríaco iba cuesta abajo en su rodada: un sindiós de naciones y lenguas (35 millones de súbditos) controlado mediante ejército, policía, burocracia e Iglesia era incompatible con la modernidad, minado además por los nacionalismos alemán, húngaro, checo, eslovaco, eslavo y polaco. Añadamos una burguesía y opinión pública que reclamaban reformas liberales, cambios sociales y sufragio universal. Y también (eran pocos y parió la abuela) lo que ocurría en torno a las posesiones meridionales austríacas, en la vieja y puteada Italia; donde, avivados por los recientes meneos napoleónicos, despertaban el sentimiento nacional y el deseo de unidad patriótica (burguesía del norte, estudiantes, profesores y artistas), que acabaron llamándose Risorgimento y que, entre 1859 y 1861, alumbrarían la creación del reino de Italia. Para respirar el ambiente lean ustedes El Gatopardo, si todavía no lo han hecho. O vean la película, porque en ella Burt Lancaster está inmenso.

 

[Continuará].

 

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