Antonio Vélez: Lujuria
El sexo con amor es lo mejor de todo, pero el sexo sin amor es lo segundo mejor inmediatamente después de eso.
Woody Allen
La lujuria es un pecado capital observado en todas las culturas, y es bien explicable, pues está directamente conectado con una mayor eficacia reproductiva. Carl Sagan destaca con agudeza la importancia del sexo: “Los organismos han sido seleccionados para que se dediquen al sexo; los que lo encuentren aburrido pronto se extinguen […] También los hombres conservamos hoy en día una palpable devoción por intercambiar segmentos de ADN “. Por lógica elemental, los apáticos ante la tentación de la carne han dejado menos descendientes que su contraparte, por lo cual nosotros, los que ahora ocupamos el planeta, somos los descendientes de aquellos que se mostraron más atraídos por el sexo activo.
Una mala herencia, dirán algunos, pero proporciona placer y más apareamientos, aunque ahora ya no paga dividendos biológicos, porque en el mundo de hoy, el sexo y la reproducción se han independizado. Más aún, las pulsiones sexuales se han devuelto contra sus beneficios originales de mantener la vida: el mundo está superpoblado, pero las instrucciones codificadas en nuestro anacrónico genoma nos siguen acosando con la concupiscencia, aunque ya no quepamos en el planeta.
Para la Iglesia Católica, la lujuria ha sido uno de los peores pecados. Inocencio III lo expresó con suma claridad desde el siglo XIII: “Todo el mundo sabe que las relaciones sexuales, incluso entre personas casadas, no se realizan nunca sin la comezón de la carne, el calor de la pasión y el hedor de la lujuria. De donde la semilla concebida está viciada, mancillada, corrupta; y el alma infundida en ella hereda la culpa del pecado”. Aclaremos que en el hombre moderno se ha modificado el olfato: el hedor se ha trocado en aroma. Al sicólogo David Barash le extraña que se prohíba la contracepción argumentando que privar el sexo de su función reproductiva sería animalizante, cuando la verdad es exactamente lo contrario: sexo sin reproducción “es una especialidad humana, una expresión de nuestra humanidad”.
Rasputín
Rasputín y el inocente Inocencio discrepaban en su forma de pensar. A los dieciocho años, el ruso tuvo un arrebato místico y se internó en un convento, del que fue expulsado por no renunciar a su filosofía vital: la vía para lograr la salvación no era el sacrificio, sino el placer sexual. Steven Jones apoya con buenas razones al satanizado Rasputín: el sexo es la clave para la “vida eterna”, pues permite que nuestros genes se copien y remonten el tiempo usando cuerpos nuevos, sin el desgaste de la edad. Los santos, los célibes, los castos y los estériles no transmiten sus virtudes de moderación sexual a las generaciones futuras; son líneas siempre en extinción, por la competencia desigual con los fecundos y pecaminosos lascivos.
César Augusto, a quien elogian por su devoción hacia Livia, su tercera esposa, tenía como entretenimiento real desflorar jovencitas, que la alcahueta Livia le procuraba. En India, los gobernantes disponían de harenes que les alcanzaban para, si así lo apetecían, tener relaciones con al menos dos mujeres distintas cada noche. Carlomagno tuvo cinco esposas sucesivas y cuatro concubinas; por tal motivo, dicen los chismosos, por lo menos la mitad de la Europa actual puede reivindicarlo con orgullo como antepasado remoto. En Perú, los emperadores incas disponían de múltiples casas de vírgenes, algunas con más de mil quinientas mujeres (¡qué desperdicio!, exclamarán muchos envidiosos). La aristocracia china consideraba a las mujeres jóvenes como la mejor fuente de yin, y creía que la manera óptima para que un hombre completara su preciado yang no era simplemente acostarse con todas las que pudiera sino también prolongar el coito, sin llegar al orgasmo, pues de ese modo absorbería más yin y, por ende, mayor fuerza vital.
La búsqueda del yin ocupa buena parte de la historia del hombre. Mulay Ismail, sultán de Marruecos y rey del yin, aunque apodado El sanguinario, según cuenta la historia que tanto miente o exagera, dejó 888 hijos, el número del apocalipsis sexual. No fue superado ni por Alejandro Dumas, quien hizo una fortuna y la gastó en asuntos de faldas, de lo cual resultaron, contados a la carrera, quinientos alejandritos.
Alejandro Dumas
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