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Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (LXXXVI)

La Europa del XIX, salida de las turbulencias revolucionarias y las guerras napoleónicas, acabaría el siglo dominando el mundo, o casi. Revolución industrial,  liberalismo, nacionalismo, imperialismo y socialismo fueron cinco términos clave que caracterizaron el que iba a ser un tiempo asombroso, del que para bien y para mal (a veces de modo espléndido y otras trágico) surgiría el mundo que hoy conocemos. Europa llegaría así al umbral del siguiente siglo con una impresionante supremacía mundial económica y financiera, acompañada de inmensas posesiones coloniales en África y Asia a medida que el nacionalismo se convirtió en imperialismo. Y fue la revolución industrial la causa primera y madre del cordero. Ya había empezado ésta en el siglo XVIII, pero el progreso técnico alcanzó ahora unas cotas cada vez más altas que lo cambiaron todo y, según lo abrazaran o rechazaran, situó en el mapa a potencias de primer y segundo orden, con Inglaterra en lo más alto. Entre 1815 y 1850 se consolidó allí la primera gran industria capitalista gracias a la existencia de un gobierno parlamentario, único en Europa, cuyas clases dirigentes, repartido el pastel entre liberales y conservadores (whigs y tories), dieron pruebas, o eso dice el historiador Mommsen, de poseer una educación política y social y un criterio más abierto que la nobleza del Continente (excepto en el grave conflicto de Irlanda, que se prolongaría hasta finales del siglo XX y aún le cuelgan flecos). El caso es que siguieron a Inglaterra en prosperidad industrial los Países Bajos y Francia (y algo más tarde, Alemania), mientras que Rusia y España (la del trono y el altar, la de Fernando VII y lo que ese mal nacido nos dejó como triste herencia) llevaban el farolillo rojo en el tren de la modernidad. Como escribió el historiador Jean Touchard: la revolución industrial abrió un foso entre las naciones que se lanzaron febrilmente por la vía del progreso y las que, como España, se refugiaron en el recuerdo del pasado. Todo fue demasiado complejo para resumirlo aquí (cada vez se me pone más difícil contar esta maldita Historia de Europa en la que me metí como un pardillo), pero podemos decir que fue la revolución industrial, o sus consecuencias (sufragio universal, escolarización y otros etcéteras), lo que trasladó a la burguesía emergente, y mucho más tarde a las clases trabajadoras, el poder que hasta entonces habían detentado reyes y aristócratas cabroncetes. Las mejores cabezas europeas habían inventado máquinas para aumentar la eficacia laboral, y aunque la industria textil fue de las primeras beneficiadas, la máquina de vapor alimentada por carbón acabó utilizándose para todo. Aunque lo industrial tardó en relevar a lo rural (y no llegó a hacerlo por completo) vino el tiempo del cristal, el paso del hierro al acero, la mejoría de los transportes, el decisivo ferrocarril y las fábricas que cambiaron el paisaje urbano. Con Inglaterra a la cabeza, insisto, la Europa avanzada se fue llenando de chimeneas humeantes y surgió una nueva mano de obra, clase proletaria que en muchos lugares emigraba del campo para trabajar en las ciudades. La parte positiva fue que eso hizo posible un pelotazo industrial sin precedentes con nuevas fortunas y negocios, dio trabajo a mucha gente y también desarrolló (aunque de modo todavía imperfecto) la oportunidad de que las mujeres se ganaran la vida como obreras independientes, por sí mismas. La parte negativa es que todo ocurría en condiciones de esclavitud laboral, con exiguas pagas, trabajo de niños, hacinamiento en casas miserables, epidemias en barrios pobres y esperanza de vida muy corta en una población cuya longevidad media no superaba los veinticinco años. Eso suscitó los primeros intentos de trabajadores por organizarse en asociaciones y sindicatos, con reivindicaciones que a veces resultaron atendidas (mejores salarios, atención médica, escuelas, ayuda a familias numerosas) y otras fueron aplastadas con violencia. Pero además de la pugna social que iría exacerbándose según avanzaba el siglo, otra batalla se daba entre la ciencia (que no podía renunciar al largo camino recorrido) y la religión (que no se resignaba a perder el control de cuerpos y almas): Charles Darwin, naturalista inglés, pateó el avispero con nuevas ideas sobre la evolución biológica y la selección natural publicadas en su best seller mundial El origen de las especies, que indignó a los cristianos (y no solamente a los católicos) al afirmar que animales y seres humanos tenemos antepasados comunes: lo del mono y tal. Aquello ponía patas arriba, dándole aire de milonga pampera, a la vieja murga de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Y en torno a eso, a favor y en contra, se lió un carajal que dos siglos después no deja de consumir tinta y saliva.

 

[Continuará].

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