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Totalitarismo y autoritarismo: las diferencias entre los regímenes de Cuba y Venezuela

Los dictadores de izquierda jamás conciben abandonar el poder. Para ellos, la historia se paraliza cuando se apoltronan en los palacios de gobierno.

Venezolanos rechazan en las calles el fraude electoral.
Venezolanos rechazan en las calles el fraude electoral. Edmundo González/X

 

 

Los regímenes de Cuba y Venezuela militan en lo que pudiéramos calificar como la extrema izquierda latinoamericana. En el plano interno poseen varias características afines, como el desdén por la democracia y el apego desmedido al poder, mientras que en lo externo comparten la animadversión hacia el Gobierno de Estados Unidos, así como la prestancia gustosa a servir como peones de la geopolítica del Kremlin. No obstante lo anterior, es posible advertir importantes diferencias entre los sistemas políticos de La Habana y Caracas.

En Venezuela, a pesar de su gobierno de mano dura, se mantienen abiertos los canales de participación de la sociedad civil. El chavismo no ha podido destruir todas las prácticas e instituciones de la democracia representativa, como la prensa y los partidos políticos de oposición. Y la sociedad no ha ideado otra manera de conducirse que no sea mediante la elección directa al más alto cargo político de la nación, al estilo occidental. Aunque en ocasiones, como la más reciente elección presidencial, lo haga en medio de un proceso repleto de irregularidades —o fraude, como opina buena parte de la comunidad internacional— que acabó por proclamar la reelección del mandatario Nicolás Maduro. Así las cosas, asistimos en la nación sudamericana a un sistema autoritario de gobierno.

En Cuba, una vez que los barbudos de la Sierra Maestra se hicieron con el poder político de la nación, no solo se dedicaron a demoler las instituciones que existían, sino que edificaron otras que fungían como correas de trasmisión entre el Estado poderoso y las masas. Aquí el gobierno de mano dura respondía más a un entramado teórico e ideológico antes que a factores casuísticos o coyunturales. Se restringieron o eliminaron los espacios de participación de la sociedad civil, y las autoridades se esforzaron en trastrocar la subjetividad ciudadana en una operación en la que los conceptos de democracia y libertad fueron sustituidos por consignas utilitarias. El castrismo acabó por transformar la legitimidad democrática en legitimidad revolucionaria. Así las cosas, presenciamos en esta isla caribeña un sistema totalitario de gobierno.

Algunos especialistas, aplicando un criterio de generalización, acostumbran a incluir las dictaduras de derecha en el acápite de los sistemas autoritarios, al tiempo que reservan la condición de estados totalitarios para las dictaduras de izquierda.

En este sentido, con frecuencia, toman en cuenta el criterio de los gobernantes acerca de los límites temporales de sus regímenes. Dos dictadores de derecha, Augusto Pinochet y Fulgencio Batista, se convencieron —o las circunstancias los forzaron a entender— de que sus mandatos podían estar acotados en el tiempo. Recordar el plebiscito que permitió Pinochet, que a la postre dio paso a la democracia en Chile, y el hecho de que Batista iba a abandonar el poder en febrero de 1959 para dar paso a la presidencia de Andrés Rivero Agüero. En cambio, los dictadores de izquierda, por lo general, jamás conciben abandonar el poder. Para ellos, la historia se paraliza cuando se apoltronan en los palacios de gobierno.

Y, paradojas de la praxis política, a pesar de ser los menos despóticos, los estados autoritarios devuelven una imagen de máxima represión. Comoquiera que se preservan sus conductos participativos, los ciudadanos los aprovechan para encauzar sus inconformidades por medio de críticas, huelgas y manifestaciones, las cuales pueden ir seguidas de censuras, represión y encarcelamientos.

Aunque la experiencia histórica nos muestra que cuando ven peligrar el sistema no dudan en disparar sin piedad contra las masas o sacar los tanques a la calle, en los estados totalitarios, por lo general, crecen una tras otra las generaciones que desconocen hasta el derecho de disentir, mientras se disfruta de una rara tranquilidad que semeja la paz de los sepulcros. De ahí que se acostumbre a llamar dictadores a Pinochet y a Batista, mientras que comúnmente se preserve un calificativo más suave para Fidel Casto.

No dudamos de que, en su fuero interno, Nicolás Maduro desee mutar las características autoritarias de su gobierno, y convertir a Venezuela en una especie de finca privada bajo un régimen de corte totalitario. Y menos aún dudamos de que el castrismo aspire a que su compinche de Caracas logre tan tremebundo objetivo.

Sin embargo, una cosa piensan las élites gobernantes de ambos regímenes, y otra el combativo pueblo de Venezuela, que en las calles muestra su adhesión a la democracia.

 

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