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Armando Durán / Laberintos: Verdades y mentiras del 28 de julio

   A casi 5 semanas de la elección presidencial del 28 de julio, los venezolanos y la comunidad internacional siguen sin saber a ciencia cierta quién ganó. Este enigma surgió la misma medianoche de la jornada electoral, cuando Elvis Amoroso, presidente del Consejo Nacional Electoral, leyó los resultados de la votación, escritos atropelladamente a mano en una servilleta de papel, y sin otra prueba que su palabra, proclamó la victoria de Nicolás Maduro, aspirante por segunda vez a la reelección como presidente de Venezuela, al obtener 51,2 por ciento de los votos emitidos. Este anuncio debía de haber puesto punto final al evento, pero ni entonces ni nunca después presentó, como era su obligación, las actas emitidas por las máquinas electrónicas de votación correspondientes a las 30 mil y tantas mesas electorales instaladas en el país, documentación imprescindible para darle validez a los resultados anunciados. Tampoco permitió la verificación manual de la votación, contemplada en la Ley Orgánica de los Procesos Electorales, ni realizó ninguna de las tres auditorias técnicas que contempla el ordenamiento jurídico vigente. Un silencio ensordecedor, que justificó con la denuncia, aunque también sin pruebas, de que a las 7 y media de esa noche, con muy poco más del 50 por cierto de los votos totalizados, el CNE fue objeto de un masivo ataque cibernético, circunstancia que interrumpió el escrutinio y generó esta confusa y en la práctica insostenible situación.

    Según la versión opositora, el ganador no fue Maduro sino su principal adversario en las urnas electorales de aquel crítico domingo, Edmundo González Urrutia, veterano diplomático y candidato unitario de la oposición que lidera María Corina Machado desde el pasado 22 de octubre, cuando obtuvo más de 90 por ciento de los votos depositados en las urnas de la elección primaria celebrada aquel día. También según la oposición, a nadie le consta que hubo tal “hakeo” de los sistemas del CNE, y que lo ocurrido a las 7 y media de la noche electoral fue descubrir a esa temprana hora que faltando por escrutar casi 50 por ciento de los votos emitidos, la brecha que ya separaba a González Urrutia de Machado era de magnitud imposible de maquillar con manipulaciones tecnológicas y se decidió entonces pasar por alto esa simple realidad aritmética y sustituirla por el anuncio de Amoroso dando como ganador a Maduro. Una omisión que el equipo de González Urrutia rebatió de inmediato al publicar en una página web copia de 83 por ciento de las actas, recibidas por los testigos electorales del candidato González Urrutia, tal como lo establece la legislación electoral vigente en Venezuela.

   Estos son los hechos que explican objetivamente la contradicción entre una y otra versión del resultado electoral, y la razón por la que, con la excepción de los gobiernos de Cuba, Nicaragua, Rusia, China, Irán y Turquía, las demás naciones del planeta, así como los expertos de la Naciones Unidas y del Centro Carter, que por invitación del régimen venezolano habían viajado a  Venezuela como observadores internacionales de los comicios, hasta el día de hoy se niegan a reconocer la victoria de Maduro sencillamente porque el CNE no ha entreguado las actas desglosadas por mesas electorales y permita que peritos independientes certifiquen su autenticidad y los resultados reales de la votación.

   En vista de esta discrepancia de fondo y de las masivas protestas populares provocadas por el anuncio de Amoroso sin entregar de las actas, Maduro trató de circunvalar este obstáculo introduciendo el 2 de agosto un recurso contencioso administrativo ante la Sala Electoral del Tribuna de Justicia, con la solicitud de revisar “con la finalidad de revisar, investigar y verificar el proceso electoral del 28 de julio de 2024, además de certificar de manera inequívoca e irrestricta los resultados de esos comicios.” Tres semanas después, el 22 de agosto, Caryslia Rodríguez, presidenta del Tribunal Supremo de Justicia, en un comunicado que demoró 16 minutos en leer, convalidó “los resultados de la elección presidencial del 28 de julio de 2024 emitidos por el Consejo Nacional Electoral, donde resultó electo el ciudadano Nicolás Maduro Moros como presidente de la República.”

   Esta decisión del tribunal no alcanzó el propósito que perseguía el régimen. Ya lo había advertido la Cátedra de Derecho Constitucional de la Universidad Central de Venezuela al señalar en comunicado del 14 de agosto que, al aceptar el TSJ el recurso presentado por el presidente Maduro, “usurpa funciones del Consejo Nacional Electoral” y, al hacerlo, “desfigura el diseño constitucional que garantiza el equilibrio de los Poderes Públicos en detrimento del Poder Electoral, contraría el espíritu, propósito y razón de la legislación electoral venezolana y constituye un atentado contra los estándares internacionales contentivo de los principios generales que ordenan una elección auténtica.”

   De acuerdo con esta visión profesional de los hechos, hasta los presidentes de Colombia y Brasil, Gustavo Petro y Luiz Inácio Lula da Silva, los únicos mandatarios de las dos Américas y de la Unión Europea que no ponen en duda el triunfo de Nicolás Maduro, pero tampoco el de Edmundo González Urrutia, y así conservan abiertas las vías de comunicación tanto con unos como con los otros, en comunicado conjunto hecho público la tarde del sábado 24 de agosto, sostienen que “la normalización política de Venezuela requiere el reconocimiento de que no existe una alternativa duradera al diálogo pacífico y a la convivencia democrática en convivencia.” En términos reales, un rechazo indiscutible a la “sentencia” del máximo tribunal de justicia venezolano y una reafirmación de la exigencia que desde un primer momento han planteado todas las democracias de las dos Américas y Europa, y que a comienzos de esta semana Josep Borrell, ex canciller del gobierno socialista de España y desde hace años jefe de la política exterior de la Unión Europea, lo resumió en una declaración categórica: “Todo el mundo tiene que poder constatar el resultado de una elección… Eso todavía no se ha producido (en Venezuela) y ya, prácticamente, hemos perdido la esperanza que se produzca.” Posición que el pasado viernes 30 de agosto, en reunión de los ministros de Relaciones Exteriores de todas las naciones que integran la Unión Europea celebrada en Bruselas, fueron más allá al decidir, tal como lo informó Borrell al término de este Consejo Europeo, que “ya es demasiado tarde para seguir pidiendo las actas y, en consecuencia, el Consejo de Estado decidió no reconocer a Nicolás Maduro como presidente legítimo de Venezuela.” De inmediato, el canciller venezolano, Yván Gil, descalificó al catalán: “Es un desvergonzado.”

   El efecto desolador de esta sucesión de hechos y desaciertos políticos y electorales perpetrados por el CNE y ratificado por el TSJ ha tenido tres consecuencias que, en lugar de resolver la crisis, la agravan seriamente. El primero, que como respuesta al comunicado firmado por Petro y Lula da Silva, Daniel Ortega, durante conferencia telegénica sostenida con Miguel Díaz Canel y Nicolás Maduro para analizar la crisis venezolana y el comunicado firmado por Petro y Lula da Silva, los acusó a ambos de ser “traidores y arrastrados” por pretender ser “representantes de los yankis” en América Latina al negarse a reconocer la victoria de Maduro. Lula da Silva ha guardado un discreto silencio, pero Petro no pudo contenerse. “Al menos”, le respondió a Ortega de inmediato, “no arrastro los derechos humanos del pueblo de mi país.” La reacción de Maduro no fue diferente: “No metan sus narices en Venezuela.”

   La segunda consecuencia la protagonizó Elvis Amoroso, encerrado hasta ese momento en un mutismo absoluto, al informar que el CNE, en cumplimiento de la sentencia de TSJ, que en uno de los puntos de su decisión ordena poner las actas y demás materiales electorales bajo la exclusiva custodia del tribunal, confirmó esta semana que no divulgará las actas electorales.

   Por último, el miércoles 28 de agosto, en acto convocado para celebrar el primer mes de su “reelección” presidencial, Maduro juramentó a 16 nuevos ministros de su gabinete ejecutivo, entre ellos a Diosdado Cabello, hombre de la más estrecha confianza de Hugo Chávez desde su fallida intentona de golpe militar el 4 de febrero de 1992, segundo hombre del Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV) y, sin la menor duda, el más radical de sus dirigentes, quien al asumir el cargo declaró con la resolución que lo caracteriza: “Nosotros sabemos lo que tenemos que hacer. Mantengámonos unidos, firmes, en perfecta unión cívico militar policial. Yo se los voy a decir a ustedes. Les vamos a dar (a los dirigentes de la oposición) la lección de las lecciones. Andan encondiéndose como unas ratas, pero los vamos a agarrar. Y aquí no habrá más perdón. Se acabó la clemencia criminal. Serán acusados ante las autoridades competentes por los más altos delitos y no habrá beneficios para ninguno de ellos. Ni para ninguna de ellas. No nos vamos a detener. Y si quieren provocarnos, les voy a decir algo: vamos a caer en la provocación y los vamos a joder. Los vamos a joder.”

    Por supuesto, esta no es la mejor forma de solucionar la crisis política venezolana, pero estos son los términos de la confrontación como la asume el régimen que preside Nicolás Maduro. Una realidad que nos obliga a recordar a Parménides, cuando 500 años antes de Cristo, nos lo advirtió taxativamente: “Lo que es, es; y lo que no es, no es.”  

 

 

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