A Nicolás Maduro le molesta que a su gobierno lo llamen dictadura. Se ofende si lo describen como autócrata. La verdad es siempre problemática para quien la recibe, aunque después de provocar una diáspora de 9 millones de ciudadanos, destruir la separación de poderes, acabar con la libertad de expresión y convertir en delincuentes a las Fuerzas Armadas, dictadura se queda corta como categoría autoritaria.
En la genealogía de los dictadores latinoamericanos están los autócratas y sus aprendices. Envuelto en su carisma, sus delirios de grandeza y su obcecación bolivariana, el teniente coronel Hugo Chávez desfiló como un padre de la patria por la historia venezolana. Maduro creció bajo su sombra como un alumno poco aventajado al que convino encumbrar para que nunca opacara la herencia del padre.
Maduro recuerda al Saturno Santos de El otoño del patriarca. Algo en su habla taimada remite incluso al zambo Ambrosio de Conversación en la catedral, aquel pobre diablo que pasó del pueblo de Chincha a servir como chofer de un jerarca de Manuel Odría. La crueldad de Maduro se acrecienta en su naturaleza declamatoria y su puesta en escena de parvulario. Por eso la inmensa tragedia venezolana acaba siempre pareciendo una farsa.
Esta semana, sin mostrar todavía una sola de las actas que se le exigen para dar por válidas las elecciones del 28 de julio y tras empujar al exilio a Edmundo González, Nicolás Maduro se rasgó las vestiduras porque Margarita Robles, la ministra de Defensa de España, lo llamó dictador. La naturaleza de su cólera era tan escénica como pueril, esa mueca que exhiben los niños y los perros cuando descubren, por primera vez, su reflejo ante el espejo.
Nicolás Maduro vive de las rentas de un fantasma, mientras convierte a los ciudadanos que gobierna en espectros. Nicolás Maduro, aquel a quien un moribundo le levantó la mano en público –Hugo Chávez lo designó como sucesor en 2012–, por aquella falsa creencia de que sería preferible que un imbécil heredara el trono a un listo y tremebundo sucesor que pudiera reescribir la historia y borrarlo del olimpo bolivariano.
Existe una corriente oscura que recorre la tragedia venezolana. La decadencia y el desgobierno de aquel país que fue rico, que nadaba en petróleo y abundancia, recuerda a la historia de los Compson narrada por Benjy, aquel hijo menor de la empobrecida familia del Sur de la novela de Faulkner, alguien cuyo evidente autismo convierte todo cuanto ocurre en un relato inconexo, una muestra de hasta qué punto los linajes –o las sociedades– experimentan la degradación moral al no aceptar la realidad, bien sea porque algo los incapacita para entenderla o porque al final, como en el verso de Macbeth que da título a la novela, «la vida es una sombra… Una historia contada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa». Un desmoronamiento. Puede Maduro hacer un berrinche o torturar a mil personas más, lo suyo sigue siendo un régimen de fuerza que concentra todo el poder, reprime los derechos humanos y las libertades individuales.