Reflexiones sobre un mundo en estado de beligerancia
La humanidad ha estado marcada por conflictos a lo largo de su historia y hoy, más que nunca, el mundo enfrenta un panorama bélico complejo y multifacético. Desde guerras hibridas hasta conflictos asimétricos, la violencia se ha convertido en una constante que afecta a millones de personas.
Las causas de estas confrontaciones son diversas, incluyendo intereses geopolíticos, recursos naturales y tensiones étnicas o religiosas, lo que complica aún más el esfuerzo por alcanzar la paz. Actualmente, el principal foco está en las guerras en Ucrania y Gaza, dos conflictos que provocan una mayor polarización en el escenario internacional. Al mismo tiempo, en América Latina, preocupa cada vez más la penetración del crimen organizado en toda la región, así como el fortalecimiento de dictaduras como las de Venezuela, Cuba y Nicaragua.
A medida que avanzamos en el siglo XXI la tecnología ha transformado la naturaleza de la guerra; la cibernética ha redefinido las estrategias militares, permitiendo que los conflictos se extiendan más allá de las fronteras tradicionales. Esto no solo ha cambiado el rostro del combate, sino que también ha incrementado la incertidumbre y el riesgo de escaladas inesperadas entre naciones. Las consecuencias de un mundo en estado de guerra son devastadoras: millones de personas se ven desplazadas, convirtiéndose en refugiados y migrantes que buscan seguridad en tierras ajenas.
Las grandes crisis mundiales y los retrocesos en los progresos hacia los objetivos de desarrollo han puesto de relieve vulnerabilidades compartidas. Si bien la cooperación internacional es más necesaria que nunca, los mecanismos colectivos de resolución de problemas no están a la altura, ni al ritmo ni a la magnitud de los retos que enfrentamos.
El mundo de hoy, complejo, interconectado y en rápida evolución, requiere un sistema multilateral más eficaz, que se actualice conforme a los tiempos de la cuarta Revolución Industrial, así como a la evolución política, económica y social del mundo. También es crucial hacer a un lado la posguerra que ya pasó, que dio origen a esos organismos, pero que no evolucionaron, manteniendo un status quo que beneficia solo a unos pocos países.
Más de 700,000 personas murieron entre 2021 y 2023; según la Organización Mundial de Migraciones, cerca de 200 millones de personas han migrado en busca de refugio, alimentando discursos xenófobos en algunos países, especialmente en épocas electorales. Desde el final de la Guerra Fría, se han producido tensiones geopolíticas que, sin llegar al estadio de conflicto, generan convulsiones a gran escala.
El cuadro de conflagraciones, como la invasión de Rusia a Ucrania, la crisis de Gaza o la de Sudán, así como los pulsos entre las superpotencias, Estados Unidos y China, Estados Unidos y Rusia, generan un vasto abanico de consecuencias. Las más evidentes son el desastroso impacto humano, las derivas militares derivadas, a su vez, de la carrera armamentística y las reconfiguraciones diplomáticas de alianzas y relaciones.
Lo descrito sugiere que la hegemonía occidental comienza a agotarse y que estamos presenciando una transición hegemónica: por un lado, una potencia emergente, China, desafía a la potencia existente, Estados Unidos, que se resiste a ceder sus espacios, creando así zonas de incertidumbre regional. En esta transición hegemónica, es importante destacar que Rusia es un actor secundario; los actores relevantes son Estados Unidos y China.
Crisis Group, en su seguimiento permanente de los conflictos en todo el mundo, muestra evidencia de contiendas con un alcance militar que va mucho más allá de los territorios afectados por la violencia, con decenas de países activamente involucrados. Por ejemplo, Ucrania recibe armas de más de 30 países; Rusia recibe apoyo de Irán y Corea del Norte, además de una importante ayuda china que sostiene su esfuerzo bélico. La guerra en Gaza tiene una amplia proyección regional, con incidentes armados en países como Líbano, Siria, Irak, Irán y Yemen. La situación en Sudán implica a actores no solo de su entorno africano, sino tan lejanos como Rusia, Emiratos Árabes Unidos o Irán.
Al analizar estas contiendas, se evidencian pulsos de gran magnitud, como el de Rusia y Occidente, que tiene su epicentro en Ucrania, y el que se libra entre Washington y Pekín en su competencia por la primacía mundial, además del conflicto múltiple que se desarrolla en Oriente Medio, no solo entre actores en conflicto armado, sino en toda la región a través de diferentes canales.
Esa misma organización realiza un seguimiento de los acontecimientos en más de 70 conflictos y crisis cada mes, identificando tendencias y alertando sobre los riesgos de escalada y las oportunidades para avanzar en la paz. Entre las crisis clasificadas como de alta peligrosidad se encuentran las que se desarrollan en Israel-Palestina-Líbano-Libia, Nicaragua, Rusia (interno y externo), Ucrania (externo e interno), Tanzania, Túnez y Venezuela.
Pero la crisis mundial no se manifiesta solo a nivel político y diplomático; también se refleja en el ámbito económico, que está relacionado con la arquitectura de las instituciones financieras internacionales, creadas también después de la última guerra. La economía está en el corazón de las preocupaciones de todos los países y, en particular, de los países en desarrollo, algunos de los cuales son más frágiles que otros y además pagan más intereses de deuda de lo que reciben en ayuda. Estamos, por tanto, ante una transformación profunda y amplia, y los organismos creados para acompañar esos cambios no están en condiciones de hacerlo.
Es importante señalar que para el año 2025 está prevista una cumbre en España para abordar la reforma de las instituciones económicas y financieras, una oportunidad que valdría la pena aprovechar. Pero hace falta más que una cumbre para corregir los malos hábitos que se han creado en casi 80 años. No es suficiente que los embajadores o negociadores den discursos valientes y emotivos sobre la situación del mundo y que sigan cargando la culpa a otros por los problemas que enfrentan. Lo que está claro es que hace falta voluntad política para resolver los problemas que aquejan a la humanidad.
Un caso emblemático es el del Consejo de Seguridad de la ONU, el órgano principal de la organización. Hasta el momento se han presentado 18 proyectos de reforma que, en principio, le darían a la toma de decisiones un carácter más democrático, pero ninguno ha sido aprobado. Solo ha valido que alguno de los miembros permanentes haga uso de su derecho al veto para dejar sin efecto cualquier propuesta.
Otra muestra irrefutable de lo anterior es que la invasión de Rusia a Ucrania se produce en momentos en que ese país presidía el Consejo de Seguridad, mientras que el principio fundamental de la Carta de las Naciones Unidas es la prohibición expresa de la ampliación de fronteras por la fuerza. Abundan los ejemplos.
En medio de este escenario, el 21 de septiembre de 2024 se adoptó en la Asamblea General de las Naciones Unidas el Pacto para el Futuro, que contiene 56 acciones con el objetivo de hacer frente a los “mayores desafíos de nuestra época”, entre ellos, la paz y el derecho internacional, la reforma del Consejo de Seguridad de la ONU, la arquitectura financiera mundial y el cambio climático, así como asuntos más innovadores como la inteligencia artificial. Este pacto pretende convertirse en una nueva «caja de herramientas» para reparar el mundo.
El texto, aprobado por 193 países, contó con la oposición de países como Rusia, Venezuela, Nicaragua, Corea del Norte y Bielorrusia. Si bien es cierto que este Pacto para el Futuro es una buena iniciativa del secretario general de la ONU que propone acciones sobre los temas más importantes que aquejan a la comunidad mundial, también lo es que nace minusválido, con el impedimento de siempre: no es vinculante para los miembros de la ONU, lo que significa que su decisión no es de cumplimiento obligatorio. No creo que el esfuerzo negociador que se realizó para alcanzar el consenso con 193 delegaciones sea suficiente para reformar el multilateralismo.
En particular, los países en desarrollo reclaman compromisos concretos sobre la reforma de las instituciones financieras internacionales para facilitar el acceso de algunos de ellos a financiación preferente y hacer frente a sus realidades internas, en particular aquellas relacionadas con el impacto del cambio climático.
Estimo que los embajadores y funcionarios internacionales de las Naciones Unidas podrían estar de acuerdo en al menos dos cosas: 1.- que la ONU necesita una reforma seria en particular el Consejo de Seguridad, para poder enfrentar los desafíos globales, desde el cambio climático hasta la regulación de la inteligencia artificial, 2.- que, en el clima tenso actual, a sus miembros les resultará difícil, tal vez imposible, ponerse de acuerdo incluso sobre reformas limitadas.
Luis Velásquez