Elizabeth Bishop: cuestiones de la imaginación
Poco más de cien poemas bastaron para que Elizabeth Bishop se convirtiera en una de las voces más importantes de la poesía norteamericana. A pesar de sus intentos por alejarse del tono confesional, su obra –signada por la exactitud y la contención– exige una inmersión total.
Con solo ciento cuatro poemas publicados, Elizabeth Bishop (1911-1979) es la voz en lengua inglesa del siglo XX que más lectores congregó. Es el fondo de su obra lo que atrae, la forma en que delinea sus imágenes: su trazo es ojo seguro, no altera las palabras, torna lo vivido en realidad extensa. Desde joven acostumbró llevar consigo un diario en el que anotó flora, fauna, monumentos, ciudades, paisajes, cielos, atardeceres, superficies del mar, así como ojos, escamas, crestas, patas, color, sonido de los animales. Construyó una obra poética personalísima bajo una mirada azorada, lejos del dolor que la acompañó desde sus ocho meses, a partir de la muerte del padre y el ulterior internamiento de la madre. Haber presenciado a sus tres años –entre los barrotes de su cuna– el Gran Incendio de Salem dejará una marca en su poesía. Humo, cenizas, fuego, llamas, agua hirviendo… serán elementos consustanciales a su obra. El ir y venir de la madre, a quien llamaba sin que la escuchara, afanada en rescatar a los afectados por el siniestro, constituye una experiencia que la poeta elaborará a lo largo de su vida. De tal incidente nace un poema titulado “Mujer ebria”, que había permanecido inédito bajo la custodia de Vassar College, su albacea. Poesía completa, publicada en edición bilingüe por Vaso Roto Ediciones (2016, 2019, 2024), lo rescata con los debidos permisos de la institución. La estrofa inicial reza: “Cuando tenía tres años, vi el incendio de Salem. / Ardió toda la noche (o así lo pensé) / yo estaba en mi cuna y vi que se quemaba. / El cielo estaba rojo brillante; todo era rojo: / el césped, el vestido blanco de mi madre lucía / rojo-rosado; mi cuna blanca esmaltada estaba roja.”
A cuarenta y cinco años de su muerte, Megan Marshall, alumna de Bishop en Vassar, publica A miracle for breakfast –título de una de sus dos sextinas– para narrar la experiencia académica de la poeta, sus encuentros y desencuentros, la ausencia de los padres, cartas a su psicoanalista, sustancia entrañable que exige leerla desde una intimidad acompañada de esa travesía que fue su imaginación, caso de la sextina en la que observa las migas de pan duro sobre la mesa y a un hombre que asoma desde otro balcón, al que mira con el rabillo del ojo: “A las seis en punto esperábamos el café, / esperábamos el café y la bondad de la miga / que iba a servirse desde un cierto balcón / –como a los reyes de antaño o como un milagro–. / Aún estaba oscuro. / Un pie del sol mantenía su equilibrio sobre el largo rizo del río.”
Temas bíblicos aparecen en su obra, sea como parte de un interés o como una forma irónica de aproximarse a lo sagrado. De allí su obsesión por los límites y la demarcación que exigen mapas, pintura, paisaje, música, color. Lo muestra en “La aldea de los pescadores”: “Tarde tras tarde / veía a una misma foca. / Yo despertaba su curiosidad. Le interesaba la música; / y creía, como yo, en la total inmersión; / así que solía cantarle himnos baptistas. / También cantaba ‘Una fortaleza todopoderosa es nuestro Dios’. / Erguida desde el agua me miraba / atenta, moviendo apenas su cabeza.” Lo que Bishop cuenta suele ser una revisión histórica de la que ha eliminado el tono de denuncia. Logra poetizar tan bien la realidad que lo narrado parece contenerse y, al continuar con la lectura para releer un texto, nos percatamos de su proximidad con los hechos. Así se trasluce en “Los gallos”, su mejor referencia a la Guerra Civil española: “Del fondo de sus henchidos pechos / cubiertos de medallas verdeoro, / ideadas para dominar y aterrorizar al resto, / las muchas esposas / que viven su vida de gallinas / siempre cortejadas y despreciadas.”
Conoció a Neruda pero nunca consintió el tono social de algunos de sus poemas. En su viaje a Sevilla advirtió lo que ocurría en la España anterior a la guerra. Fue amiga de Octavio Paz, lo tradujo y él tradujo algunos de sus poemas. Robert Lowell, con quien mantuvo una prolongada relación epistolar, fue su mayor admirador. En más de una ocasión este le propuso matrimonio. Bishop no se atrevió a decirle que prefería a las mujeres. De igual forma ocultó su tendencia lésbica al ocupar el cargo de Poeta Laureada de los Estados Unidos, que desempeñó desde el despacho en la Biblioteca del Congreso. Impartió talleres y seminarios, procurando que sus alumnos dominaran los acentos, las rimas y aprendieran a restar gravedad a sus textos bajo formas de cuentos o nanas.
Tras recibir la cantidad de dos mil quinientos dólares con la beca para viajes del Bryn Mawr College en 1951, Bishop tomó un transbordador para circunnavegar Sudamérica. Llegó a Brasil en noviembre de ese año, en donde se establece con Lota de Macedo Soares en una relación afectiva que durará diecisiete años. A su llegada a Santos se percata de las maravillas de la naturaleza, las festividades del país, la lengua que nunca aprendió y el amor que creyó recibir de Lota.
Absorta en sacar adelante proyectos con el gobierno de Río, esta nunca se percató de que construir un cuarto propio –en este caso una casa en Samambaia– no significaba que su querida Elizabeth tendría lo necesario para llevar una vida plena. Lota pensó que bastaba un cuarto propio para escribir. Bishop, en cambio, solía salir a contemplar –cuaderno en mano– cascadas, pájaros, las formas de las frondas, las ondulaciones de las nubes, imágenes-cuerpos presenciales colmando su obra de una inescrutable precisión.
Había llegado a Brasil con tan solo un libro publicado, Norte y sur, que le mereciera múltiples reconocimientos. Ya instalada en ese país escribirá grandes poemas mostrando su peculiar asombro y su modo singularísimo de entender la otra realidad. Traduce a Clarice Lispector y compila una antología de poesía brasileña que verterán al inglés los entonces jóvenes poetas W. S. Merwin, Mark Strand, James Merrill y Richard Wilbur. Entran así a los Estados Unidos las voces de Manuel Bandeira, Oswald de Andrade, Cecília Meireles, Murilo Mendes, Carlos Drummond de Andrade, Vinícius de Moraes y João Cabral de Melo Neto. A Bishop le interesaba igualmente recibir cartas de poetas norteamericanos, conocer lo que sucedía en su país, saborear algún cotilleo con Marianne Moore, James Merrill o Robert Lowell, con quien intercambiaba poemas que mutuamente se corregían. Para mí la sugerencia más valiosa de Lowell a Bishop es el cierre que le sugiere en “Final de marzo”: “Fría, oscura y diáfana la claridad grisácea del agua helada. / Es como imaginamos el conocimiento: / oscuro, salado, claro, móvil, plenamente libre, / extraído de la fría y áspera boca / del mundo. Nacido de rocoso seno, / siempre fluye y se retrae; y dado que / nuestro conocimiento es histórico: transcurre y pasa.” Bishop acaba de terminar su análisis con la doctora Baumann, por lo que el rocoso seno será la matriz sustituta de la cual se apropia al introyectar la figura materna en su psicoanalista. El internamiento de la madre le crea un asma que la atormentará durante toda su vida, aunado al alcoholismo que no logra dejar, salvo por breves periodos. En el citado libro de Marshall se incluye una carta de Bishop a su psicoanalista en la que habla de los tocamientos por parte del esposo de la hermana de su madre, a sus cinco años, cuando la tenía en la bañera.
A pesar de sus intentos de alejarse del tono confesional, su poesía es la total inmersión. Elizabeth Bishop vive dentro de cada gesto, ola, cielo, por lo que cada línea habla desde dentro de las aguas de su mar. El filósofo John Dewey y su hija, la física Jane Dewey, fueron amigos incondicionales de Bishop, además de vecinos en Cayo Hueso. La poeta solía decir que no entendía nada de su filosofía, pero que él y la poeta Marianne Moore eran las personas más democráticas que jamás había conocido. En Cayo Hueso escribió uno de sus poemas más luminosos, “Una fría primavera”: “El blanco verdor de los cornejos iluminó los bosques, / cada pétalo aparentemente abrasado / por una colilla; / y el rojo retoño persistió / a su lado, inmóvil, más como un movimiento / que como la definición de un color.”
Publicar solo ciento cuatro poemas exige disciplina, exactitud y una erudita contención. Sus poemas medidos, pensados y pulidos lo atestiguan, tanto como el tiempo que le llevó el procesar daños, dolor, abandono y la incomprensión ínsita a la vida en la palabra. De la mano de Pascal cuestiona: “¿Es falta de imaginación lo que nos obliga a venir a lugares imaginados, en vez de quedarnos en casa? ¿O acaso Pascal no estaba en lo correcto sobre preferir quedarse tranquilamente sentado en la propia habitación?”
No sé cuál era la casa de Elizabeth Bishop, tampoco sé si la tuvo. La relación Bishop-Lota ha sido retratada por Carmen L. Oliveira en Flores raras y banalísimas y en Cuanto más te debo con el inconfundible lirismo de Michael Sledge. La inclinación de la poeta por la relación epistolar se evidencia en Palabras en el aire y en Un arte, líneas donde se pulsa su urgencia de contar, de hablar con un otro sobre la geografía que era su vida. Al leerla nos golpea el oleaje de esa voz que sola asciende de la fría claridad del agua helada, delineando el resplandor de donde surge, frágil, la flor de la amarilis, mirando al sol, dejándose llevar hacia donde sea que el mapa la lleve. ~