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Isabel Coixet: Caperucitas

Caperucitas, por Josep Maria Fonalleras

 

 

De todos los cuentos populares y de hadas que conocemos, el cuento de Caperucita Roja es quizás uno de los más perdurables y provocadores. A mí, de niña, me producía una ansiedad inexplicable. Todos sus componentes –la cofia de la abuela, los dientes del lobo, la capucha roja, las piedras en el vientre que pone el cazador para sustituir a la abuela y a la niña– me desagradaban sobremanera.

En su forma más básica, es un cuento del bien contra el mal y generalmente se lo considera una de las expresiones más efectivas de la curiosidad sexual y la pérdida definitiva de la inocencia. Si bien es imposible rastrear sus orígenes, los folcloristas sugieren que surgió por primera vez en África o Asia. No está claro cuándo o cómo se agregaron a la estructura básica del cuento motivos significativos como la capucha roja, el lobo (en ciertas versiones es un hombre lobo, un ogro devorador de carne o alguna otra bestia geográficamente relevante) y la sugerencia de la violación sexual de la niña.

Según el psicoanalista Bruno Bettelheim, una historia latina anticuada llamada Fecunda ratis presentaba los componentes básicos del cuento y habla de «una niña encontrada en compañía de lobos; la niña usa una manta roja de gran importancia para ella y crece con  lobos porque se desvía del camino que le marcó su madre».

 

Acaba de aparecer un libro que interpreta el cuento desde otro punto de vista, quizás uno que hasta ahora había pasado desapercibido

 

La historia literaria de Caperucita Roja realmente comienza en 1697 con la publicación de Le petit chaperon rouge, de Charles Perrault, la versión más popular del cuento. 

Perrault eliminó los aspectos más vulgares de las versiones anteriores del cuento, como actos involuntarios de canibalismo (en una versión anterior, la chica de la capucha roja se encuentra con un hombre lobo que le sirve la carne de la abuela para comer); la intención de Perrault era inculcar una lección moral específica:  las chicas que invitan a hombres a sus salones, que se desvían del camino y hablan con extraños merecen lo que reciben. Cuando la niña recibe una capucha de su abuela, podemos decir que las fuerzas vitales pasan de la generación mayor a la más joven. El color rojo es, por supuesto, el color de la vida y de la sangre. Puede asociarse fácilmente con la sangre menstrual.

El color rojo de la capucha es un invento de Charles Perrault, y debemos saber que en el siglo XVII una mujer decente nunca usaría una capucha roja porque el rojo era el color del pecado. Sólo las damas con muy mala reputación llevaban vestidos rojos, y las insinuaciones de Perrault eran obvias.

Pero, como siempre, las historias clásicas que pasan de generación en generación son tan ambiguas como ricas en interpretaciones, y acaba de aparecer un libro que interpreta el cuento desde otro punto de vista, quizás uno que hasta ahora había pasado desapercibido. 

Y ese punto de vista que falta, según la autora Lucile Novat en su reciente ensayo De grandes dents, se llama tabú.

Para Novat, la historia es una advertencia contra los depredadores, pero nos equivocamos al pensar que el depredador acecha afuera cuando el cuento intenta decir que el peligro no está en el bosque, sino que está ahí, muy cerca, en la casa, que lo dice lo más explícitamente posible: esa abuela con dientes largos y zarpas no es un lobo; es la violencia intrafamiliar, de la que no se habla y que gangrena la vida de tantas personas. Y cuanto más se esconda, menos posibilidades tendremos de tomarnos tranquilamente el tarro de miel que trae la niña de la capucha roja.

Lo que escasea son las conexiones auténticas, las reflexiones auténticamente libres, los destellos  de error y verdad.

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