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María José Solano: Fantasmas de la Academia

Fantasmas de la Academia

 

 

Soñaban los académicos con encontrar una imagen original del rostro cervantino para así poderlo grabar e incorporar al inicio del nuevo Quijote ilustrado que con tanto esmero estaban preparando, y en estas gestiones andaban cuando (¡qué casualidad!) llegó a la RAE la noticia de que el conde del Águila, don Miguel de Espinosa y Maldonado, renombrado bibliófilo y coleccionista de obras de arte, poseía un retrato de Cervantes en su palacio de Sevilla. Se trataba de un óleo pintado por un tal Alonso del Arco, pintor madrileño, sordomudo de nacimiento, conocido con el sobrenombre de “El sordillo de Pereda”, pues había sido alumno del maestro pintor Antonio Pereda.

 

«La escena habría sido de lo más extravagante, casi «cervantina»: un sordo que pinta a un manco que escribe»

 

Del Arco era un artista de segunda fila, aunque alabado por sus retratos, y tan trabajador que no habría sido descabellado pensar que, entre los centenares de obras que pintaba, se hubiese encontrado este retratito de pequeño tamaño y casi a modo de boceto, de un escritor de su época. De ser así, la escena habría sido de lo más extravagante, casi «cervantina»: un sordo que pinta a un manco que escribe. El conde del Águila, amabilísimo, contestó de inmediato a la institución, enviando desde su Sevilla natal el supuesto original. Los académicos no podían imaginar la sorpresa que les aguardaba cuando abrieron la caja que contenía el cuadro: el sujeto representado en el lienzo se parecía sospechosamente al caballero que aparecía en el grabado de Kent realizado para la edición inglesa del Quijote de 1738. Se planteaba un gran problema, pues si el retrato del conde resultaba no ser el padre sino el hijo del grabado inglés, entonces la autenticidad debía ser declarada nula de toda nulidad, pues se trataría de una descarada copia de un retrato inventado 122 años después de la muerte del escritor. Comenzaron los exámenes de los especialistas y, como nos cuenta en tono divertidísimo el historiador Lafuente Ferrari, dichos expertos, acaso por no disgustar al conde o a los académicos, «se balancearon en el dulce vaivén de las hipótesis arbitrarias, declarando varias cosas ilógicas y contradictorias». Vamos, que ni que sí ni que no.

El misterio de la figura invertida

En resumen, los académicos se quedaron con la realidad de que la pintura se había realizado sobre una tela antigua, de época, por lo que debía ser este retrato el inspirador del grabado inglés, y por lo tanto una obra original. Además, había otro detalle importante para defender la autenticidad, y es que la figura del Cervantes retratado por “el sordillo” estaba invertido con respecto al grabado, o sea, miraba hacia la derecha del espectador. Cuando un grabador copia un original, lo natural es que la figura aparezca invertida si el grabador trabaja sin espejo. Pero ¡ay!, que esa misma teoría se les volvió en contra, pues el grabado inglés había sido supuestamente copiado por un artista holandés para la edición quijotil publicada en La Haya en 1739. Este holandés efectivamente copió sin espejo, por lo que invirtió la figura. Y probablemente sería el grabado holandés y no el inglés el que inspiró a la mano misteriosa que pintó el retrato sevillano sobre un lienzo antiguo para que pareciese verdadero.

 

 

                                                          Casa de Cervantes en la calle Lope de Vega

 

 

                                                                            Huerto de la Casa Museo Lope de Vega

 

 

                                                                                   Casa Museo de Lope de Vega

 

 

Todo este enredo pictórico retrasaba el verdadero objetivo de la Academia, que era tener un grabado de Cervantes para su Quijote, y los académicos comenzaban a ponerse nerviosos, así que sin más, dieron por bueno el cuadro, encargaron el dibujo a José del Castillo, el grabado al prestigioso burilista Carmona y corrieron un tupido velo.

Cervantes y las pastas

En la actualidad, el presunto retrato cervantino del “sordillo” pertenece al fondo patrimonial de la Academia y cuelga con la debida dignidad sobre la chimenea de la sala de pastas, entre otras cosas porque el heredero de su antiguo dueño, don Juan Ignacio de Espinosa y Tello de Guzmán, como tantos otros aristócratas, fue acusado de afrancesado durante la Guerra de la Independencia y condenado a muerte. Unos dicen que fue perseguido y asesinado por la plebe, descuartizado y sus restos colgados en la Puerta de Triana, otros que, al estar de parte del mariscal Murat y en contra de España, un grupo de paisanos fue a buscarle junto con algunos soldados. Capturado frente al imponente Hospital de la Sangre (hoy Parlamento de Andalucía), fue conducido al Ayuntamiento y de allí llevado hasta una de las torres de la Puerta de Triana, donde en un rincón del calabozo, sin juicio alguno, fue fusilado en el año 1808. Sea como fuere y dadas las circunstancias, el conde ya no iba a necesitar ningún retrato (verdadero o falso), de Cervantes.

El falso Jáuregui

Pero ahí no queda la cosa, pues si no era suficiente uno, la Academia pasó a tener dos retratos sospechosos. El segundo era el archifamoso e infinitamente reproducido retrato de Cervantes, también conocido como «falso Jáuregui».

 

«Si no era suficiente uno, la Academia pasó a tener dos retratos sospechosos»

 

Todo comenzó una hermosa primavera madrileña de 1910, en el marco de las celebraciones de la Nacional de Bellas Artes en el Palacio de Exposiciones del Retiro, cuando un pintor llamado José Albiol comentó que poseía en su casa de Valencia un retrato de Cervantes firmado por un tal Jáuregui, comprado a un aficionado de las antigüedades. La noticia recorrió los mentideros de Madrid, y el mayor cervantista de España, el profesor Rodríguez Marín, tras estudiar una fotografía del cuadro, abrió mucho el ojo y reclamó, apoyado por el entonces director de la Real Academia Española, don Alejandro Pidal, la compra del mismo. En un primer momento, el dueño de la pintura procedió con cautela, no sabiendo muy bien cómo actuar frente a la presión cervantista hasta que finalmente cedió, ofreciendo el retrato a la Academia.

Fechas, citas y cuellos lechuguinos

En junio de 1911 apareció en el diario ABC un extenso artículo de Rodríguez Marín sobre el dichoso retrato de Cervantes, e inmediatamente, y como era de esperar, se desataron las opiniones a favor y en contra, alentadas por la prensa, revistas especializadas, conferencias y conversaciones muy a la española: dando sablazos, ajustando cuentas, hiriendo con insultos o calumnias en lo personal cuando era posible y en lo profesional aunque fuese imposible. Las disputas científicas más enconadas vinieron sobre todo de las palabras que acompañaban al retrato en sus extremos superior e inferior y que eran estas: «Don Miguel de Cervantes Saavedra. Iuan de Iaurigui pinxit, año 1600». La polémica estaba más que servida y el profesor Lafuente Ferrari nos la resumía así:

«Se discutía todo; si se podía llamar “don” a Cervantes, que no tenía derecho a ponérselo; si Jáuregui, que sí lo tenía, no se lo ponía; por qué lo omitía y sus razones; por qué firmaba Jáuregui y no Xáuregui; si la fecha era 1600 o 1606, porque el último cero era muy raro; si el retrato concordaba con la descripción que el mismo Cervantes hace de su persona; si un tal mamarrachito como el retrato en discusión pudo ser firmado por Jáuregui a la temprana edad de diecisiete años…», etc.

 

 

Sala de pastas de la RAE

 

 

                                                                                                Salón de actos de la RAE

 

 

Los detalles del retratado tampoco iban a librarse de la polémica, por supuesto. Así, aunque nos suene extraño, se discutió hasta de la gola con la que aparece retratado Cervantes, esa especie de cuello lechuguino que en el escritor, acostumbrado a alternar con la canalla por su trabajo de recaudador viajando de pueblo en pueblo, codeándose en caminos y posadas con la baja estofa y sin muchos cuartos en el bolsillo, no debía de resultar muy apropiada. Ni muy cómoda. Ante esto, la respuesta del erudito cervantista, que ya no había quien lo parara en su entusiasmo, fue dada rotundamente y sin pestañear: «La gola era de Jáuregui; se la prestó a Cervantes para el retrato».

(¡Y punto!)

 

«Junto a Cervantes, el segundo fantasma que merodea entre los muros de la Academia es inevitablemente el de Lope de Vega»

 

La pintura quedaba, pues, entregada a las disputas de los hombres. Cervantes se habría divertido de lo lindo comprobando que dos siglos después de su muerte España seguía siendo un lugar peligroso e invariable, tal y como él la había retratado en su Quijote. Finalmente, el cuadro cervantino que pintó Jáuregui (o no), quedó como dijo en aquellos días el director de la RAE, don Alejandro Pidal: «Colgado en el salón regio de la Academia Española como templo, como trono y como altar del retrato». Y ahí sigue, casi doscientos años después, más auténtico que nunca, por ser protagonista inocente de esta singularísima historia.

Junto a Cervantes, el segundo fantasma que merodea entre los muros de la Academia es inevitablemente el de Lope de Vega. En torno a la segunda mitad del siglo XIX, la RAE vivía un entusiasmo lopista impulsado por su director, Marcelino Menéndez Pelayo, que se reflejó en un proyecto literario casi tan importante como el cervantino del siglo anterior: la Academia había decidido editar nuevamente la enorme obra teatral de Lope de Vega, cuyo resultado fueron quince tomos prologados por diferentes académicos. Una magnífica biografía más las doscientas cincuenta y ocho comedias recuperadas tuvieron además el privilegio de descansar entre los estantes de la casa donde dos siglos antes, el mismísimo Lope de Vega las había concebido.

Historia de una casa falsa, como el “falso Jáuregui”

Con anterioridad al inicio de este ingente proyecto editorial, el escritor y académico Ramón de Mesonero Romanos se hallaba inmerso en un trabajo que encajaba muy bien con sus anhelos como autor: por una parte su amor castizo por la historia de Madrid y sus honorables vecinos, y por otra su interés por colaborar en los trabajos lopistas que se venían realizando en la institución, debido a que en 1862 se conmemoraba el tercer centenario del nacimiento del Fénix de los Ingenios, como solía llamarse a Lope. Gracias a este estudio se conoció en profundidad la historia de la casa de Lope de Vega, situada en la vieja calle de Francos (hoy calle de Cervantes) tan querida por el autor, donde pasó sus últimos veinticinco años de vida escribiendo, amando, llorando a sus muertos, cuidando de las flores de su jardín, rezando y finalmente despidiéndose del mundo antes de ser enterrado en la cercana iglesia de San Sebastián. Así supimos que la casa ya existía en 1578, perteneciente a Inés de Mendoza, viuda de un vecino de Segovia y que serían ellos, casi con seguridad, los constructores de la misma. La casa fue cambiando de manos y vidas hasta que un mercader de lanas se la vendió a Lope de Vega en septiembre de 1610 por la nada desdeñable cantidad de nueve mil reales (equivalentes a unos 18 000 euros de hoy). Tanto su descripción como el precio revelaban una vivienda de cierto nivel, a pesar de que Lope recurriese a los diminutivos para hablar de su hogar: «mi casilla, mi quietud, mi huertecillo y estudio». Esa «casilla» perteneció a la familia del escritor hasta que su nieto Luis Antonio, hijo de Feliciana, la vendió. Con el paso de los siglos y los nuevos dueños se fue perdiendo la memoria de la sombra de Lope entre aquellas paredes, pero en el citado año de 1867 el afán detectivesco de Mesonero Romanos lo llevó a contactar con los dueños de entonces, la familia de Morelle, a los que, en nombre de sus compañeros, pidió permiso para celebrar un acto académico de carácter especial dentro de la casa. La familia se mostró muy colaboradora, tanto que incluso accedió a tirar algunos tabiques para conseguir una sala más amplia donde dar cabida a los miembros de la Academia en sesión extraordinaria. La Academia encargó para la ocasión una lápida con el busto del poeta al prestigioso escultor Ponziano Ponzano y solicitó a la Biblioteca Nacional un retrato de Lope para que presidiera la reunión.

 

«Aquel acto era el principio del claro deseo de adquirir la casa, falsa o no, para convertirla en un museo vivo de la memoria del gran genio barroco»

 

No escatimaron en detalles y, sabiendo que el escritor amaba su huerto y su patio casi con devoción, improvisaron en esta casa de la que, seamos sinceros, poca memoria del escritor quedaba ya, un jardincillo con aires lopescos. Aquel acto era el principio del claro deseo de adquirir la casa, falsa o no, para convertirla en un museo vivo de la memoria del gran genio barroco. Y la idea era muy buena, la verdad. El deseo se cumplió en 1929, cuando la última propietaria, doña Antonia García de Cabrejo, anticuaria y especialista en encajes, moría dejando en su testamento el deseo de que sus bienes pasasen a formar parte de una fundación dedicada a enseñar el arte del encaje a las niñas huérfanas. Su albacea contactó con los académicos y la RAE se convirtió en la nueva dueña de la casa de Lope a cambio del compromiso de restaurar adecuadamente el edificio. Con una esperanzada mirada al futuro, los académicos planearon tenerlo todo terminado en 1935, año del tercer centenario de la muerte del Fénix.

Fueron tres los arquitectos implicados en la magnífica obra de recuperación, aunque uno de ellos, Pedro Muguruza, pasará a la memoria colectiva gracias a que fue tomando minuciosa nota de todo cuanto acontecía en el trabajo; una especie de diario de obra que Muguruza utilizaría luego como base para su discurso de entrada en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. El amor que Lope mostró siempre por su jardín y su huerto se tuvo muy en cuenta a la hora de la restauración y sirvió también para animar a algunos donantes particulares a regalar árboles y flores para el jardín. Valga como ejemplo el hermoso laurel que aún hoy florece allí, un regalo de los escritores sevillanos Joaquín y Serafín Álvarez Quintero.

 

 

El falso Jáuregui

 

Cervantes de Alonso Zamora

Siguiendo los versos del propio Lope, no fue difícil llenar de vida nueva aquel rincón de la casa donde siempre hubo jaulas para pájaros a la sombra de las parras en verano, además de naranjos, un granado, laureles, un ciprés y una higuera. Hubo también allí una gran variedad de flores: rosales, rosa mosqueta, jazmines, madreselva, tulipanes, lirios («que dan hojas de espada»), violetas, claveles, azucenas, tudescas («que parecen llamas»), narcisos, jacintos, alelíes, jazmines valencianos («para Madrid son flores delicadas, / pero tendrán al hielo resistencia»)… y, por último, un huertecillo donde crecían espárragos, alcachofas, fresas y hierbas olorosas.

«No olvidemos que Marcela, hija del escritor, fue monja trinitaria y había heredado los enseres familiares»

 

Tal y como estaba planteado, el 20 de diciembre de 1935 se inauguró el flamante museo. Cabe destacar que la obra arquitectónica estuvo arropada con una valiosa colección de objetos de la época obtenidos por cesión de diversos museos, destacando la importante donación de las madres Trinitarias, pues el cercano convento (donde por cierto se halla enterrado Cervantes, vecino del barrio), había guardado celosamente muebles, objetos y recuerdos de Lope. No olvidemos que Marcela, hija del escritor, fue monja trinitaria y había heredado los enseres familiares a la muerte de su hermana Antonia Clara. Esos objetos y aquella casa recuperada facilitaron, siglos después y gracias al esfuerzo de la Academia, la memoria emocionante del genio escritor. Entre aquellos muebles, en aquella casa, Lope de Vega había compuesto algunas de sus obras de teatro más famosas: La dama boba, Peribáñez y el comendador de Ocaña, El perro del hortelano, El castigo sin venganza, Fuenteovejuna, El caballero de Olmedo… Y quién sabe lo que nos dirían las paredes si éstas hubieran sido testigos reales de la vida de Lope. Tal vez revelarían la verdadera identidad del misterioso Alonso Fernández de Avellaneda, aquel envidioso escritor que quiso robar la idea del Quijote a Cervantes. Por los mentideros de Madrid se solía decir que ese Avellaneda que se había burlado de Don Quijote escribiendo una historia parecida no era otro que el mismísimo Lope de Vega. Aunque eso ya nunca lo sabremos. También en esta casa (o en la que hubo siglos atrás en el mismo solar) la novelesca vida del escritor dejó la huella de algunos hechos singulares, como la muerte de su amada Juana de Guardo y el hijo de ambos, Carlitos, con tan solo cinco años. Aquí Lope escribió la escalofriante elegía a su hijo muerto y aquí decidió ordenarse sacerdote:

«Y vos, dichoso niño, que en siete años
que tuvistes de vida, no tuvistes
con vuestro padre inobediencia alguna,
corred con vuestro ejemplo mis engaños,
serenad mis paternos ojos tristes,
pues ya sois sol donde pisáis la luna.»

 

Cervantes de William Kent

 

 

Trajo a vivir con él a su hija Feliciana y a los hijos que le diera Micaela de Luján, Marcela y su adorado Lopito. Y aquí también surgió su última pasión de madurez por Marta de Nevares, la famosa Amarilis de sus poemas, que moriría tiempo después en este lugar, ciega y loca. La desgracia no dejó de rondar las paredes del rincón madrileño, y Lope aún tuvo que afrontar el rapto de su hija Antonia Clara y la pérdida de Lopito, su aventurero hijo soldado, desaparecido en un naufragio en las costas de la isla Margarita. Finalmente le llegaría la muerte al escritor en este mismo lugar, un triste 27 de agosto de 1635. Dicen que su fantasma aún pasea por estas calles, junto con el de Cervantes, que vivió sus últimos años unas casas más arriba. Paradojas de la vida: la casa de Lope se halla situada en la actual calle de Cervantes, y la de Cervantes en la calle Lope de Vega. Cosas de esta España nuestra.

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