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Carmen Posadas: Yo y mis supersticiones

En uno de los muchos templos budistas que visité en un reciente viaje a Camboya con la familia, asistimos a una ceremonia que culminó con una bendición simbolizada por una cinta de lana gruesa de dos colores que,  entre cánticos, un monje nos ató a la muñeca. Una cinta destinada a atraer la buena suerte, propiciar todo tipo de situaciones positivas y hacer que se cumpla aquello que uno desea en ese momento. Total y en resumen, un amuleto rebosante de virtudes, pero bastante feo y, sobre todo, difícil de esconder, por lo que aquí tienen ahora a servidora de ustedes con este dilema: ¿aguanto con estas lanas rojas y color azafrán que encima pican a rabiar hasta que se caigan de viejas y se complete el conjuro (dos o tres años, calculo yo) o les doy un tijeretazo y fin del engorro?

 

Me da igual ser trece a la mesa o derramar sal en el mantel. Pero, ay, las pulseritas cumple deseos son para mí harina de otro costal

 

Lo más absurdo del asunto es que yo nací un viernes 13 y me considero inmune a todas las supersticiones habituales. Me da igual ser trece a la mesa o derramar sal en el mantel. Cada vez que veo una escalera, paso por debajo, y les hago pedorretas a los gatos negros y a las culebras. Pero, ay, las pulseritas como las que llevo ahora mismo. Las pulseritas cumpledeseos son para mí harina de otro costal. Les contaré por qué.

Hace años, en una época nada fácil de mi vida, una amiga me regaló una cinta tan cantosa y feúcha como la que ahora llevo. Una del Senhor do Bonfim de Bahía, color amarillo chillón, que para más inri estaba confeccionada con no sé qué material plástico irrompible que tardó añares en desgastarse. Pero, oh, portento. Cuando por fin, raída y desastrada, se rompió, tres días más tarde, gané el Premio Planeta. ¿Casualidad? Puede. Pero yo tengo otra teoría al respecto.

Los conjuros cumplen una función. En realidad, dos. La primera es marcar, en este caso con una pulsera, que uno quiere alcanzar tal o cual objetivo: encontrar un trabajo, enamorarse,  tener un hijo, etcétera. Obviamente, la cintita en cuestión no tiene poderes taumatúrgicos, pero posee, en cambio, un poder imbatible: el de poner en marcha nuestra voluntad de conseguir algo. Además, es un recordatorio diario de que nos hemos enfocado en conseguir tal o cual objetivo y que trabajamos en su obtención. Para eso sirven los símbolos y los rituales. Para predisponernos. Y el truco funciona. Esto explica, por ejemplo, las infinitas supersticiones que existen de las que solo les pondré un ejemplo.

En muchas culturas se dice que bañarse en tal o cual playa o en tal o cual río propicia la fertilidad y hace que una mujer quede embarazada. Y en muchos casos, incluso algunos muy complicados, así ocurre. ¿Quiere esto decir que el agua tiene poderes mágicos? No, pero hacer un ritual y cumplir con los requisitos que este requiere pone en marcha mecanismos que existen en nosotros y que desconocemos. Es exactamente lo mismo que ocurre con el efecto placebo. Basta con creer que algo nos va a curar para que una píldora de agua con azúcar logre que así sea. Pero volvamos a nuestros rituales.

Da igual lo absurdos que estos sean (dar siete veces la vuelta a un pozo para hacer desaparecer una verruga o cortarse las uñas a la luz de la luna para conseguir novio o novia), el caso es que funcionan. Porque, además de predisponernos a conseguir el fin que perseguimos, los rituales generan  confianza. Que se lo digan si no a los deportistas. Cada uno tiene los suyos y no da un paso sin ellos. Rafa Nadal antes del saque realiza una serie siempre idéntica de muecas y gestos, mientras que Cristiano Ronaldo empieza a vestirse por el brazo o la pierna derecha y siempre ocupa el mismo asiento en el autocar que lo lleva al campo. ¿Bobadas? Sí y no, según se mire.

Bobada sí, porque un ritual no tiene nada de científico. Y bobada no, porque, si alguno surte efecto, a ver quién es el guapo que no se entrega a él. Por eso, aquí me tienen con mi cinta de lana picosa color azafrán en la muñeca. No porque me haya hecho budista ni porque crea en las meigas (que sí que creo), sino porque en unos días sale mi nueva novela y espero que guste y que encuentre su público. Está basada en una serie de hechos reales, tiene a Emilia Pardo Bazán como personaje y, por detrás de toda la trama, navega el Titanic. Pero sobre todo está escrita siguiendo esa premisa de Oscar Wilde que dice que «la mejor manera de hablar de temas serios (el amor, la muerte, la injusticia, la esperanza, etcétera) es hacerlo en broma». Va por ustedes.

 

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