Muere Jacques Brel
Hoy hace 46 años, el 9 de octubre de 1978, «Ne me quitte pas» (No me dejes) comenzó a sonar en las emisoras radiofónicas españolas con tanta insistencia que a uno de los de entonces se le antojó —sin motivos objetivos para ello, no cabe duda— algo semejante a lo que debió de ser, cuatro años antes, el 25 de abril del 74, la emisión de «Grândola, Vila Morena» en la Rádio Renascença lisboeta. Hablamos de dos canciones tristes que marcaron sendos hitos en la radiodifusión europea de los años 70, eso sí, de signo muy diferente. Esta segunda, la pieza de José Afonso, anunció algo tan jubiloso como la Revolución de los Claveles portuguesa, que puso fin al Estado Novo —la dictadura del país vecino— y a uno de los últimos imperios coloniales, y de los más extensos, que haya conocido el planeta. «Ne me quitte pas», muy por el contrario, trascendiendo su proverbial tristeza, alcanzaba la calidad de los cantos fúnebres y anunciaba la muerte de su compositor, Jacques Brel.
Gran Jacques se llamó asimismo aquel singular intérprete de Bruselas en una de las muchas canciones que escribió contra su propia persona: “Di para ti, gran Jacques, / y repítelo a menudo: / es demasiado fácil aparentar”. La suya fue una muerte anunciada. Ya durante la grabación de su último álbum, sin más título que su apellido, sobreimpreso a la estampa del cielo que ilustra su carátula —Las marquesas será titulado en las ediciones sistematizadas de sus grabaciones que traerá la posteridad—, se anunciaba la inminencia del final. De hecho, «Les marquises», la última canción, sólo pudo ser grabada una vez. Jacques Brel, el mayor enemigo de sí mismo de la escena musical, se extinguía inexorablemente: solo tenía un pulmón, y el restante estaba siendo sometido a la terapia de la época contra el cáncer.
«Aunque en su letra parece suplicar a su mujer de entonces, Suzanne Gabriello, que no le abandone, fue él quien la acababa de dejar a ella en 1959»
Aquel tipo de entonces aún recuerda a un cantautor de la época —aquella edad de los prodigios que fue para la canción de autor autóctona el final de los años 70— metido a comentarista invitado del óbito del belga universal. Presto a dar paso a una nueva emisión de «Ne me quitte pas», imbuido —y supuestamente legitimado— por todo el corporativismo de la profesión, aquel colega patrio del finado aseguró que, “junto con «Yesterday», es la mejor canción de amor que yo he escuchado”.
Y bien es cierto que las más de cuatrocientas versiones de la pieza apuntan en esa misma dirección. Desde la de Nina Simone hasta la de Ornella Vanoni; desde la de Frank Sinatra hasta la de Marlene Dietrich, hay donde elegir. Ahora bien, según el propio Brel, no se trata de una canción de amor. Se trata de “un himno a la cobardía”. De hecho, aunque en su letra parece suplicar a su mujer de entonces, Suzanne Gabriello, que no le abandone, fue él quien la acababa de dejar a ella en 1959, cuando la canción fue grabada por primera vez.
«El amor, aunque es el más idealizado, puede llegar a ser tan mezquino como el odio o cualquier otro sentimiento humano. Y puede que Jacques Brel fuera quien mejor cantó a esos amores miserables»
Más aún: Brel, que fue el mayor enemigo de sí mismo de entre toda la escena musical de su tiempo —cumple insistir—, siempre marcó distancias entre su obra y la poesía. Así las cosas, una de las primeras cuestiones que tuvieron que asumir sus biógrafos fue la de ser apologetas de ese lirismo de sus canciones, negado por su autor. Una de las peores afirmaciones que se podían pronunciar —comentaba Jean Clouzet, uno de los primeros biógrafos del intérprete traducidos al español— era comparar le plat pays —el país plano, como llamaba el finado a su Bélgica natal en la pieza que le dedicó— con un poema de Verlaine. Aborrecía esa idea, tan extendida entonces entre las audiencias españolas, que concebía al cantautor como un vate con guitarra. Así que, mientras en esas alturas a las que aludía en la imagen de la carátula de su última grabación se buscaba panteón donde guardar su memoria para la posteridad —en el de los poetas y en el de los cantautores no tenía cabida—, la onda media y la frecuencia modulada española seguían emitiendo «Ne me quitte pas».
El amor, aunque es el más idealizado, puede llegar a ser tan mezquino como el odio o cualquier otro sentimiento humano. Y puede que Jacques Brel fuera quien mejor cantó a esos amores miserables. Tanto que algunas de sus piezas hoy le abocarían inexorablemente a la cancelación. Siempre recordó a su prima Rosa —inspiradora del tema homónimo— repitiendo, como en una letanía, la primera declinación latina. Ahora bien, el futuro compositor, como tantos aprendices de hombre de la época, fue a horadar esa pureza con el recuerdo de cómo dejó de ser doncel en un prostíbulo. Siempre ateniéndonos a lo expuesto en sus versos, deliberadamente alejados de esa poesía cursi y con sordina, en «Au Suivant» recuerda cuando, con la toalla a modo de taparrabos y el jabón en la mano, aguardaba en una cola a ser el siguiente de los recibidos por la meretriz que le contagió “la primera sífilis”. “Tenía veinte años y me despabilaba / en el burdel ambulante de un ejército en campaña (…). / Hubiera querido un poco más de ternura”. Volvió a cantar a las prostitutas —esas chicas del escaparate de la capital holandesa— y a sus clientes en «Amsterdam», otro de sus grandes éxitos.
«Este afán de derrota le llevó a interpretar a Don Quijote en un montaje de El hombre de La Mancha, musical cuya versión francesa él mismo dirigió en un teatro de Bruselas»
Supo del beso que se compra y supo del beso que se da, y en ambos casos sus experiencias fueron igual de lamentables. En «Le prochaine amour» escribe: “Por más que se diga lo bueno que es estar enamorado / yo sé que mi próximo amor será mi próxima derrota”.
Sí señor, hoy hace 46 años murió el más singular de los vocalistas que han cantado al amor. Y también a los fracasados en el amor —»Jeff», «Voir un ami pleurer»— e, incluso, en las páginas de la ficción. Este afán de derrota le llevó a interpretar a Don Quijote en un montaje de El hombre de La Mancha, musical cuya versión francesa él mismo dirigió en un teatro de Bruselas, La Monnaie. Eso fue en 1968. Para entonces, como no podía ser de otra manera, ya había dejado de cantar en directo para dedicarse a la interpretación cinematográfica. En realidad, sobre el escenario entonaba sus canciones en medio de toda una interpretación.
En 1972 decidió partir con todo e irse a las Islas Marquesas, en la Polinesia Francesa junto a Maddly Bamy, con la que, finalmente, el enemigo de sí mismo, el cronista de la tristeza del burdel, encontró el amor apacible y tierno, ese junto al que gusta envejecer. El gran Jacques murió en París, pero sus restos yacen en la Autona (Hiva Oa), allá en los Mares del Sur, muy cerca de la tumba de Paul Gauguin.