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Armando Durán / Laberintos: Los escándalos se propagan en la corte del Rey Felipe

 

 

Corren días de tormenta en España y a medida que los casos de corrupción ocupan cada día mayo espacio en las conciencias de los españoles, uno tiene la impresión de que nada ni nadie podrá detener lo que parece ser la demolición sistemática de las barreras que en teoría limitan y a la vez sostienen los espacios del sistema político y social construido por el pacto acordado entre los diversos signos ideológicos de la época, derecha, izquierda y comunismo, para construir una España democrática y europea sobre los escombros de la guerra civil y la dictadura franquista. Ahora ya nadie puede siquiera disimular la crisis institucional que pone en grave peligro el futuro de España.

Tres explosivos escándalos se materializan estos días en los medios de comunicación y en los tribunales de justicia españoles. El primero es la divulgación en capítulos seriados de las confidencias que a lo largo de los años compartió el entonces rey Juan Carlos con Bárbara Rey, artista de vodevil y, gracias al poder del monarca, animadora de un programa propio en televisión estatal, al estilo de la italiana Rafaela Carrá, que también fue amante del rey, grabadas sistemáticamente por ella con la intención de chantajear al rey, situación de la que, durante muchos años, por instrucciones de Juan Carlos y con muchos millones de euros de dinero público, atendió el Centro Nacional de Inteligencia (CNI). Turbios manejos que ahora han comenzado a publicarse y van mucho más allá de exponer muy explícitamente las intimidades amorosas del ahora “rey emérito”, cuando de pronto lo escuchamos exclamar “¡Menos mal que Armada no habló!”, al recordar para su amante la sofocada intentona golpista del 23 de febrero de 1981.

Uno de cuyos dos jefes de aquella conjura, encarcelado 5 días después del asalto del coronel Tejero al Congreso de los Diputados, era el general Alfonso Armada, a la sazón gobernador militar de la provincia catalana de Lérida. En 1954 Franco lo había designado “instructor militar” del joven príncipe Juan Carlos, y no se separó de él, hasta 1977, cuando, alcanzada la jefatura de la Casa Real, debió abandonar el cargo al ser ascendido a general de brigada. ¿Qué quiso darle a entender a Barbara Rey con aquella exclamación, que él estaba al tanto de la conspiración? ¿Era ese el verdadero sentido de sus palabras?

Pocos en España ignoraban la existencia de las numerosas amantes que acumulaba el rey en sus haberes personales, incluso muchos habían escuchado el rumor de que tras aquella intentona de 1981 estaba el joven rey Juan Carlos, pero a cambio de no debilitar la estabilidad que le ofrecía la monarquía a la vida política de España, el país prefería pasar por alto los deslices personales del monarca. Un pacto de silencio colectivo que se rompió abruptamente el 14 de abril de 2012, cuando la Casa Real informó que su majestad se había fracturado la cadera derecha en Botsuana. Luego se supo que el accidente ocurrió en las praderas africanas mientras cazaba elefantes en compañía de su amante de entonces, la empresaria alemana Corinna Larssen. Como era de esperar, la noticia, en una España acorralada desde 2008 por una grave crisis económica, provocó la indignación popular. ¿Cómo era posible que en medio aquellas dificultades financieras y económicas, el rey utilizara sus privilegios y el dinero del Estado para irse de juerga con su amante a solazarse en lujosos escenarios africanos?

Lo peor fue que este escándalo llovía sobre mojado. Pocos meses antes se había conocido que estaba en marcha una investigación judicial por malversación de fondos públicos, fraude y blanqueo de capitales en negociaciones nada claras del gobierno autonómico de las islas baleares y Nóos, una fundación sin fines de lucro que presidía Iñaki Urdangarin, yerno del rey. También su esposa, la infanta Cristina, fue imputada. Finalmente, Urdangarin fue condenado a 5 años y 10 meses de prisión y en el marco de esta combinación de sucesos escandalosos, también se publicó la noticia de que un tribunal suizo imputaba a Corinna Larssen por el delito de blanqueo de dinero al depositar en una de sus cuentas casi 65 millones de euros de origen desconocido. Larssen declaró que esos millones provenían de una donación del rey Juan Carlos, como “muestra de gratitud y compensación” porque las revelaciones sobre sus relaciones íntimas con el rey la habían dañado en grado sumo. “Mi reputación”, sostuvo Larssen ante los jueces, “ha sido destruida para siempre y probablemente mi empresa también.”

Lo que sí quedó irremediablemente destruida fue la imagen del rey, maltrecho física y moralmente por dos cirugías de la cadera que no resultaron satisfactorias y porque no había forma de justificar una “donación” de esa magnitud por alguien que tenía un sueldo anual que no llegaba a 200 mil euros. ¿Qué hacer, pues, para que ese irrefutable derrumbe real no arrastrara en su caída a la corona como institución? Ni la Casa Real, ni Mariano Rajoy, presidente del Gobierno español en aquellos penosos años, ni el influyente expresidente Felipe González encontraron respuesta práctica a esta dramática interrogante. Al final, la abdicación del rey y su autoexilio fue la única opción plausible para tratar de remediar el daño y el 18 de junio de 2014 la Casa Real difundió un breve comunicado informando que el rey Juan Carlos había decidido abdicar en favor de su hijo Felipe.

Ese objetivo se logró, pero solo a medias. El ahora “rey emérito” no se conformó en ningún momento con esta solución y si bien la acató, aduciendo su amor a España y su afición al velerismo, cada vez con más frecuencia visitaba España y continuamente insinuaba sus planes de volver a residenciarse en en país. Proyecto que rechazaban al alimón su hijo Felipe y la reina Leticia, hasta que esta última, ¿por intervención de Juan Carlos acaso?, de pronto se convirtió en objeto de otro grave escándalo real cuando Juan de Burgo, periodista como ella, confesó que era amante de Leticia, ya divorciada de su primer marido, conoció a Felipe, entonces príncipe de Asturias.

Según su relato, divulgado en fragmentos en las redes sociales, la relación de ambos se interrumpió por el noviazgo y matrimonio real de Leticia. Poco después, él se casó con Telma Ortiz, hermana de la ahora princesa de Asturias, de la que divorció dos años después. Durante ese tiempo, ambas parejas se veían a menudo y después, en 2010, ya divorciado de Telma, Juan de Burgo reanudó su relación con Leticia, pero en su versión de esta segunda etapa, una relación con mucho más morbo. Sin duda, porque ahora se añadía el ingrediente de la infidelidad. En todo caso, Burgo confiesa que Leticia y él se encontraban en la piscina de la Zarzuela, residencia oficial del rey Juan Carlos y la familia real, se encontraban en hoteles apartados y terminaron alquilando un apartamento en la madrileña calle de Miguel Angel. Incluso contó que Leticia había decidido divorciarse del príncipe Felipe y mudarse con su amante a vivir en Nueva York. Dos años después de haber reiniciado la relación, Leticia la rompió, sin mayores explicaciones, en una brevísima llamada telefónica.

Sin la mejor duda una auténtica y truculenta telenovela, que sumada a los escándalos amorosos y enriquecimiento ilícito de Juan Carlos, y ahora a las grabaciones de Bárbara Rey, y aunque la prudencia con que el rey Felipe ha tratado de capear el temporal, colocan a la monarquía española en el punto más débil desde la ascensión de Juan Carlos al trono tras la muerte de Franco. El problema, la gravedad de este múltiple cataclismo, es que las cosas en el mundo de la política y el Gobierno no andan precisamente mejor que en el de la monarquía. De los movimientos telúricos que también le mueven el piso al gobierno de Pedro Sánchez, al Partido Socialista Obrero Español y al Partido Popular nos ocuparemos la próxima semana.

 

 

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