Armando Durán / Laberintos: ¿El final de la utopía española?
¿Consume la corrupción a España? ¿Quiénes son más corruptos, los populares o los socialistas?
¿El rey emérito, la esposa y los hombres de confianza de Pedro Sánchez, Eduardo Zaplana o el novio de Isabel Diaz Ayuso, la muy controversial y mediática presidenta de la Comunidad de Madrid? ¿Fue por eso que hace un par de semanas, en su intervención durante el acto de entrega de los premios Princesa de Asturias 2024 en el teatro Campoamor de la ciudad de Oviedo, el rey Felipe VI se apartó de las vaguedades edulcorantes de los discursos que se redactan en la Casa del Rey y advirtió de los riesgos que se corren por la polarización política y “la negación del otro”? ¿Metía el rey el dedo en la llaga de la corrupción cada vez más omnipresente en la realidad española o aludía directamente al negarse Díaz Ayuso asistir a reunirse con Sánchez en el palacio de la Moncloa, encuentro pautado en el programa de reuniones bilaterales del presidente del Gobierno con los presidentes de autonómicas militantes del PP para acordar los términos de sus presupuestos para el año que viene?
En todo caso, la imprevista y dramática advertencia de Felipe VI debemos verla como expresión de su preocupación tanto por el creciente acoso que sufre la monarquía como institución a raíz de los diversos y escandalosos casos de corrupción y deslealtades en el seno de la familia real, como por la intrincada madeja de tramas y casos de corrupción que dominan desde hace dos años la realidad política de España, la colocan al borde de un abismo insondable y nos obligan a tener en cuenta que tras la muerte de Francisco Franco, la calculada coronación de Juan Carlos de Borbón como rey de España y la celebración en junio de 1977 de las primeras elecciones libres que se celebraban en España desde 1936, en octubre de aquel año, el recién electo Gobierno de Adolfo Suárez y todos los partidos políticos con representación parlamentaria, las centrales sindicales y los gremios patronales firmaron en el palacio de la Moncloa, oficina y residencia oficial del presidente del Gobierno, los llamados Pactos de la Moncloa. Se trataba de dos acuerdos, negociados y acordados por todos ellos (excepto por Manuel Fraga Iribarne, quien como líder del partido Alianza Popular, embrión tardofranquista de lo que luego llegaría a ser el Partido Popular, solo firmó el pacto económico, con el muy preciso objetivo de adoptar medidas que le garantizaran a España estabilidad y paz social durante el difícil proceso de transición hacia la democracia y la modernidad que se iniciaba entonces.
Ambos acuerdos, propiciados por los tres principales lideres políticos del momento, Adolfo Suárez, presidente del Gobierno, Felipe González y Santiago Carrillo, líderes de los que hasta hacía muy poco eran los clandestinos Partido Socialista Obrero Español y Partido Comunista de España, todos impulsados por el deseo de dejar atrás para siempre las sombras y los horrores de la guerra civil y de los casi cuarenta años de feroz dictadura franquista. Un compromiso sin trastiendas que permitió hacer realidad la utopía de construir entre todos una España finalmente democrática y europea, tal como pronto quedó finalmente establecido en la Constitución aprobada por unanimidad en 1978.
Sin la menor duda, la advertencia de Felipe VI fue la inevitable reacción de un Jefe de Estado que reconoce la gravedad de una amenaza que surgió y se alimenta a diario de los escándalos que le arrebatan a la institución monárquica su papel como fiel del equilibrio imprescindible para sortear los escollos que ponían en peligro las profundas diferencias ideológicas que separaban a los españoles en esta nueva etapa de su historia. También preocupado, porque ahora, no obstante haber dejado muy atrás los fantasmas de la guerra civil y de casi cuarenta años de feroz dictadura franquista, derrumbado el muro de Berlín, disuelta la Unión Soviética y finalizada la Guerra Fría, las ambiciones políticas sin límites y los intereses más mezquinos volvían a empujar el país por el callejón de la peor tradición española, aquella que en los años veinte del pasado siglo José Ortega y Gasset calificó de “España invertebrada.”
Supongo que Felipe VI tenía esa noche asturiana el común empeño de los protagonistas de aquella feliz transición a la democracia y en la urgencia de hacer ahora lo que sea necesario para eludir una recaída de España en el infierno por culpa de unos dirigentes cuya única y suicida tarea parece ser la de destruirse los unos a los otros, todos cegados por la corrupción como droga que borra la memoria y las fronteras del deber ser. Como acaba de demostrar Alberto Núñez Feijóo, máximo líder del Partido Popular, quien ante la catástrofe provocada por la naturaleza en Valencia, acusó a Sánchez de no haber puesto al país a tiempo en alerta ni haber tomado las medidas de emergencia previstas, sin reconocer siquiera que de acuerdo con las leyes españolas la responsabilidad directa de actuar en situaciones como esta no le corresponde al Gobierno nacional sino al gobierno autonómico, o sea a Carlos Monzón, presidente de la Generalitat Valenciana y del PP valenciano desde 2021.
Precisamente la gravedad de la tragedia valenciana frenó temporalmente el siguiente capítulo de la actual crisis política, que según parece iba a producirse esta semana que termina, con la sentencia del Tribunal Supremo quitándole su inmunidad parlamentaria a José Luis Ábalos, exsecretario de organización del PSOE y exministro todopoderoso del gobierno de Sánchez por desempeñar un papel principal en una serie de casos de corrupción conocido como “caso Koldo”, porque hasta ahora han sido encarcelados su exasesor Koldo García y el empresario Víctor de Aldama, supuesto testaferro de Ábalos en el cobro de comisiones ilegales por venta de mascarillas al sector oficial durante la epidemia del Covid19, por el rescate de Air Europa y por el tráfico de lingotes de oro venezolano, este último en complicidad con la vicepresidente de Venezuela, Delcy Rodríguez.
Mientras tanto, otro juez ha acusado a Begoña Gómez, esposa de Pedro Sánchez de haber cometido delitos de tráfico de influencia, corrupción privada, intrusismo profesional y aprobación indebida, al tiempo que un tercer juez imputaba al empresario Alberto González Amador, pareja de hecho de Díaz Ayuso de fraude fiscal, delito que González Amador admitió haber cometido en un supuesto acuerdo extrajudicial por el que sería condenado a ocho meses de cárcel, que no cumpliría por ser su primera condena y por ser esta de menos de un año de prisión, y a pagar una multa de medio millón de euros. Escándalo que se sumó a la condena en firme de Eduardo Zaplana, expresidente de la Generalitat Valenciana y destacado exministro del gobierno de José María Aznar, a 10 años de prisión por cohecho y blanqueo de dinero. Esta condena llevó a Sánchez a sostener en el Congreso de los Diputados que “la corrupción del PP va desde la A de Ayuso a la Z de Zaplana”, sentencia que motivo el “plantón” de Díaz Ayuso, calificado públicamente por Núñez Feijóo de “error”, señalamiento que ella respondió declarando que en muchas ocasiones ha tomado “decisiones en solitario, a veces en contracorriente, porque pensaba que era lo mejor y es lo que pienso en este caso.”
Esa misma compleja semana Íñigo Errejón, portavoz intransigente de Sumar en el Congreso, anunció que renunciaba a su cargo y a la política en general por “el deterioro de mi salud”, pero de inmediato comenzaron a llover sobre su cabeza múltiples denuncias por abuso sexual, un escándalo que afecta a Sumar pero también al PSOE, su socio político, le añade leña a ese juego mortal de dale al que te dio y también al que no te dio, hoguera que ciertamente amenaza consumir lo poco que queda en España de aquella utopía de entendimientos ejemplares y armonías democráticas.