Arrepentirse
Entretengo estas tristes jornadas otoñales leyendo un fascinante opúsculo del bávaro Max Scheler (1874-1928), Arrepentimiento y nuevo nacimiento, escrito en jornadas también tristes, mientras la Gran Guerra está devastando el continente europeo, Scheler ve en las desgracias colectivas una oportunidad inmejorable para el renacimiento –entendido como metanoia o conversión radical– de personas y pueblos; pero entiende que, para que tal renacimiento se produzca, tiene que venir precedido de un arrepentimiento sincero. No basta con inaugurar una nueva época y acometerla con un renovado ímpetu; es preciso un pronunciamiento de la conciencia moral que repruebe nuestra anterior conducta y nos empuje a renegar de nuestros errores.
Quien se arrepiente sincera y completamente de una acción pasada pierde la vergüenza a confesarla
Para el hombre moderno, que tiene tantos problemas para entender la necesidad del arrepentimiento, el libro de Scheler posee una fuerza vitriólica. Como Newman, Scheler sabe que la llamada ‘libertad de conciencia‘ se ha convertido en la libertad para prescindir de la conciencia; deslizamiento que nos ha traído una época de gentes infatuadas que nunca tienen ningún reproche que hacerse. Y que han llegado a concebir el arrepentimiento como un acto meramente negativo y superfluo, una especie de ‘desarmonía del alma‘, un lastre inútil que paraliza el flujo natural de nuestra vida, por obligarnos a una confrontación estéril con un pasado superado. Pero Scheler considera que el pasado puede ser rectificado; pues nuestra existencia no es una corriente que fluye en el tiempo, dejando irrevocablemente atrás los episodios pretéritos. Lo que hemos hecho irradia su influencia sobre lo que haremos, porque nuestra vida –como nuestra persona– es algo indivisible y no sucesivo. Nuestra ‘realidad histórica’ se vuelve así algo constantemente redimible, algo dotado de una unidad de sentido que necesita volver al pasado para vivir más plenamente el futuro. De este modo, arrepentirse significa, ante todo, «imprimir a un fragmento de nuestra vida pasada, volviéndonos sobre él, un nuevo sentido». Nada en nuestra vida es ‘inalterable’; y al arrepentirnos de lo que hicimos nos arrepentimos también de lo que fuimos, de lo que somos, de lo que estamos condenados a ser en el futuro si no expulsamos del centro vital de nuestra persona lo que en el pasado hicimos. Sólo así, a juicio de Scheler, se posibilita un «nuevo nacimiento» sin ataduras con el pasado. Sólo así se puede producir un rejuvenecimiento moral; pues en toda alma «duermen fuerzas jóvenes aún libres de culpa», pero cohibidas y asfixiadas por nuestros actos erróneos. Y todo intento de despertar esas fuerzas sin arrepentimiento es estéril.
El arrepentimiento, además, rompe con la barrera del orgullo que sólo deja crecer en nuestra vida aquello que le complace y justifica. «Así como no es posible –escribe Scheler–la veracidad frente a uno mismo sin disposición al arrepentimiento, ésta misma tampoco es posible sin humildad». La humildad se yergue, pues, como la virtud que ‘disuelve’ las tendencias compulsivas, endurecedoras y obstinadas del orgullo, que llega a convertir la culpa en un bastión protector. Por eso quien se arrepiente sincera y completamente de una acción pasada pierde la vergüenza a confesarla; vergüenza que, antes del arrepentimiento, sella férreamente sus labios.
Al borrar nuestra culpa, al modificar nuestro pasado, al brindarnos la posibilidad de volver a nacer, el arrepentimiento se convierte en la fuerza más revolucionaria del mundo moral, mucho más que cualquier utopía ideológica. Porque, a juicio de Scheler, el arrepentimiento, cuando es sincero, nos inspira la convicción de que «el entero mundo moral del pasado y del futuro podría ser radicalmente distinto si yo fuera sencillamente de otra manera». Scheler concluye este opúsculo, tan iluminador como controvertido, con una afirmación que quizá explique la repugnancia que nuestra época profesa a toda expresión de arrepentimiento sincero: «El arrepentimiento comienza con una acusación. Pero, ¿ante quién nos acusamos? ¿No pertenece también necesariamente a la esencia de una acusación una persona que la escucha? El arrepentimiento es, además, una confesión interior de nuestra culpa. Pero, ¿a quién confesamos entonces, cuando sin embargo los labios callan externamente y estamos a solas con nuestra alma?».
El arrepentimiento, en efecto, presupone la existencia de alguien ante quien nos arrepentimos; no puede nadie arrepentirse ni renacer si no reconoce a Dios. De ahí que nuestra época descreída sea incapaz de arrepentirse. Pero quien no está caído, no será nunca recogido; quien no está sucio, no será jamás limpiado.