El pesimismo y los cambios necesarios
Nada tiene que ver con la ideología, sino sencillamente con las reglas claras, las oportunidades reales, la ausencia de un Estado más favorable a la inversión y de ciertas condiciones económicas perjudiciales.
La polémica del Presidente Gabriel Boric con el mundo empresarial no es “hojarasca”, como la ha denominado el ministro de Hacienda, Mario Marcel. Lejos de ello, representa algo que no es inútil, sino que expresa, en primer lugar, la existencia de contradicciones en la sociedad y en la política, y en segundo lugar, la necesidad de hacer un diagnóstico claro sobre los problemas nacionales, para analizar la realidad de las dificultades y la eventual forma de asumir los desafíos futuros.
La izquierda –tanto la marxista como otras manifestaciones más recientes– recela de los empresarios (burgueses, se les llamaba en el pasado), considera que la riqueza que crean se la apropian necesariamente en contra de los más pobres (los trabajadores, el antiguo proletariado) y que solo los mueven intereses económicos personales, egoísmo y afán de lucro, sin consideraciones más profundas.
Hoy diversas izquierdas reconocen la importancia de los mercados y el valor de la libre iniciativa económica, pero otros permanecen obtusos en su preferencia del Estado frente al sector privado, habitualmente procuran subir los impuestos (con la generosa colaboración de otros sectores políticos), creen necesario regular lo más posible -e incluso en exceso- y siguen mirando con desconfianza a los empresarios, más allá de las declaraciones de buena voluntad.
Es preciso saber que la inversión del sector privado tiene razones múltiples, comenzando por la realización personal de una vocación profesional, con la posibilidad de obtener las ganancias asociadas al proyecto, a lo que se debe añadir la alegría de dar empleos, de prestar un servicio a la sociedad y contribuir al desarrollo de la patria. A ello podemos sumar otros aspectos, como la contribución directa o indirecta a distintas iniciativas sociales. Por último, es preciso considerar otra contribución, como es el pago de impuestos.
Es necesario comprender que las personas o las empresas invierten donde hay posibilidades reales de negocios, un Estado de Derecho sólido, reglas jurídicas claras, libertad económica y apertura efectiva a la competencia, sea en el propio país o en otro.
Así como se puede destacar que haya inversiones extranjeras en Chile –que en el pasado eran muy denostadas– también se puede entender a partir de ellas por qué hay empresarios chilenos que invierten en el exterior: es, precisamente, porque ven oportunidades reales para sus negocios, por las buenas condiciones del mercado, por ser lugares con gran población o que tienen riquezas naturales donde es posible invertir de manera competitiva.
Lo que no tiene sentido es suponer que los prejuicios ideológicos son los que llevan a no invertir a quienes, por vocación y capacidades, están destinados precisamente a crear riqueza y empleos, tras realizar una inversión que se estima interesante. Veamos un ejemplo: ¿puede alguien suponer que los empresarios de la construcción han decidido no invertir en estos años por tener un “pesimismo ideológico”? El tema es demasiado serio para una declaración tan simplista y la explicación es más racional de lo que podría estimarse.
Sigamos con el sector de la construcción: lo que ha existido en Chile en los últimos años –que no es responsabilidad exclusiva del actual gobierno– es un claro deterioro en el mercado inmobiliario, la disminución de la inversión y algunos problemas objetivos, como son las altas tasas de interés, que dificultan el acceso a la vivienda. Hoy es más difícil cumplir el sueño de “casa propia” (o departamento) y los sueldos resultan insuficientes para obtener un crédito para adquirir una propiedad (El Mercurio, Economía y Negocios, B14, artículo “Los jóvenes se alejan cada día más de la vivienda”). A ello se suma, como han señalado los líderes gremiales, el persistente problema de una absurda permisología, que termina por hacer cada vez más cuesta arriba llevar adelante iniciativas a un costo adecuado y en un plazo razonable e incluso previsible.
En definitiva, nada tiene que ver con la ideología, sino sencillamente con las reglas claras, las oportunidades reales, la ausencia de un Estado más favorable a la inversión y de ciertas condiciones económicas perjudiciales. En otras palabras, estoy convencido de que nada le gustaría más al mundo de la construcción que tener condiciones que permitan un incremento de la inversión, la edificación de numerosos proyectos, la creación de cientos de miles de puestos de trabajo y la generación de un círculo virtuoso de crecimiento y prosperidad. Y lo mismo ocurre en otras áreas de la economía nacional.
En la semana que termina, a propósito de la discusión del presupuesto, ha aparecido otro tema que vale la pena mirar detenidamente: una incipiente contrarreforma en las normas aprobadas hace casi una década en materia educacional. Ciertamente es muy pronto para saber cómo terminará esto; además es preciso tener claro que se requieren cambios más profundos en la educación chilena. Finalmente, la modificación de ciertas normas solo va a generar incentivos distintos y un dinamismo renovado en un área marcada por la decadencia, la violencia y los malos resultados. Pero todavía no significará afrontar el tema de fondo: la calidad de la enseñanza y el mejoramiento en los aprendizajes, tan deteriorados para gran parte de los niños y jóvenes que asisten a la educación básica y media.
Con todo, parece evidente que la revisión de la “tómbola”, la detención de la implementación de los Servicios Locales de Educación Pública (SLEP) y la posibilidad de selección de alumnos por parte de los establecimientos marca el principal cambio de giro en un área que ha sido tan afectada por distintas razones.
Convendría hacer previamente un diagnóstico serio de qué pasó con esos distintos aspectos. En primer lugar, saber en qué medida el sistema de admisión vigente fue mejor o no lo fue para las familias; en segundo lugar, cuál ha sido el resultado de los SLEP, especialmente en cuanto a mejoramiento de la enseñanza y los costos asociados a ellos; finalmente, conocer cómo los “mejores alumnos” generaron un impacto positivo en los cursos de diferentes establecimientos, como se argumentaba que ocurriría con el “efecto par” si se terminaba la selección en los establecimientos educacionales.
Si bien las exigencias opositoras en el Congreso son moderadas y no lograrán transformar el sistema, tienen un valor simbólico que convendrá observar atentamente. Ya llegará el momento, con el análisis de la información y los resultados de los cambios legales previos, para realizar transformaciones más profundas y creativas, que fortalezcan en realidad la decaída educación estatal, pero que también abran paso a la iniciativa privada y permitan a las familias elegir, a los niños aprender y al sistema mejorar.
El pesimismo, felizmente, es un estado pasajero en las sociedades. No hay que mirarlo en menos, pues responde habitualmente a situaciones reales, a condiciones negativas y a un momento en que puede haber condiciones de vida que no se condicen con las posibilidades reales de desarrollo de la población.
Pasar del pesimismo al optimismo requiere menos declaraciones y más cambio de rumbo, así como una acción decidida de las autoridades y una mayor iniciativa del sector privado. Finalmente, es necesario recuperar una convicción: Chile está llamado a grandes cosas, es necesario desarrollar las potencialidades del país para que la gente viva mejor y desafiar con decisión la mediocridad que abunda, con logros reales y no meramente declarativos. De esa manera, pasaremos de las palabras a los hechos, de los prejuicios a la realidad y de la medianía al progreso efectivo, por el bien de todos los habitantes de nuestra tierra.