Cuando se combinan ignorancia y estupidez, los resultados son clamorosos. Y en España somos especialistas en eso. La última vez –aquí siempre es la penúltima– ocurrió hace poco en La Línea de la Concepción, junto a Gibraltar, donde en 1942, durante la Segunda Guerra Mundial y desde una base oculta en el mercante Olterra, buzos de combate italianos lanzaron audaces ataques contra los buques fondeados en la base naval británica y la bahía de Algeciras. Aquellas incursiones submarinas, realizadas con asombroso coraje, merecieron la admiración de los propios enemigos, que rindieron honores póstumos a Licio Visintini, Giovanni Magro y Salvatore Leone, los tres buzos italianos muertos en ellas. Admiración puesta de manifiesto después de la guerra, durante la imposición de condecoraciones a los supervivientes de otro ataque similar realizado contra la base naval de Alejandría, cuando el comandante del acorazado inglés Valiant pidió ser él quien les pusiera la medalla «por el extraordinario valor demostrado al hundir mi barco».
Cuando se combinan ignorancia y estupidez, los resultados son clamorosos. Y en España somos especialistas en eso
Ochenta y dos años después, historiadores y familiares de los buzos muertos en Gibraltar quisieron recordarlos. Así que, apoyados por la embajada de Italia –el ayuntamiento de La Línea consideró oportuno mantenerse al margen–, hicieron allí un acto privado, depositando coronas de flores en aguas de la bahía. Nada extraordinario, y ni siquiera ideológicamente reprochable, pues aunque los miembros del grupo Orsa Maggiore, que así se llamaba la unidad, eran soldados de una potencia fascista que dirigía Benito Mussolini, en realidad se trataba de hombres sencillos que cumplían con su deber, jóvenes valientes que luchaban por Italia y cuyo heroísmo ni siquiera fue puesto en duda por sus enemigos. Con el detalle complementario de que, con la caída del régimen, buena parte de esos hombres pasó al bando aliado, combatiendo con idéntico coraje a sus antiguos aliados nazis. Y hoy se les recuerda con admiración y afecto, hasta el punto de que la actual unidad de buzos italianos de combate mantiene con orgullo su memoria.
Todo hasta ahí resulta natural: una guerra y quienes la libraban y en ella morían. No ratas de retaguardia, de ésas que tanto en Italia como en España se pasearon entonces con la camisa negra, o azul, o el mono de miliciano, ajustando cuentas particulares, robando y asesinando lejos de los frentes de batalla; sino de los que, voluntarios o a la fuerza, dieron la cara peleando y pagaron con su salud y su vida. Conozco la historia de aquellos buzos, pues sobre ellos escribí una novela: hombres de una pieza, soldados heroicos en el caso de Visintini, Magro y Leone, que desafiando el frío, la noche y las cargas de profundidad británicas cruzaban la bahía con sus maiales para cumplir las órdenes que recibían. Y que murieron silenciosa y modestamente, cumpliendo con su deber de soldados.
Pero, claro. El acto de recuerdo en La Línea, España, no podía transcurrir con normalidad. Y no faltó la contramanifestación de rigor: una treintena de individuos que, llevando banderas republicanas y pancartas adecuadas, protestaron porque el humilde homenaje violaba, en su opinión, un par de artículos de la Ley de Memoria Histórica y «blanqueaba y exaltaba el fascismo». Mezclando, ideológicamente, al grupo Orsa Maggiore con el insoslayable dictador Franco, la intervención italiana en la Guerra Civil española, los bombardeos de la carretera de Málaga y «las prácticas fascistas disfrazadas de pseudocultura». Todo eso, por supuesto, con el loable objetivo de conseguir «una comarca limpia de fascismo».
Así que me gustaría proponer a los antifascistas de La Línea un bonito ejercicio casi inverso. Imaginen, ya que nos acercamos al 90 aniversario de nuestra Guerra Civil, que se organiza un homenaje privado a los jóvenes que combatieron por la República –como mi tío Lorenzo, que empezó la guerra con 16 años y la acabó con 19–, recordando a quienes murieron en la batalla del Ebro, por ejemplo, y no de intoxicación etílica o de un sifilazo en los burdeles de retaguardia, como el abuelo de algún conspicuo antifranquista actual; y puestos a imaginar, imaginen también que treinta cantamañanas reventaran el homenaje agitando banderas con la gallina, cantando el Cara al sol y ensuciando el honor de los republicanos que de verdad se batieron el cobre, admirables y heroicos, al mezclarlos con la gentuza de retaguardia: los autores intelectuales y materiales –de Santiago Carrillo hacia los lados y hacia abajo– de las matanzas de Paracuellos, Bilbao y la base naval de Cartagena, por mencionar tres de las que hubo por ese lado… ¿Serían esos fulanos acreedores a los adjetivos de estúpidos e ignorantes que mencioné en la primera línea de este artículo?