Karina Sainz Borgo: Camus y las uvas
Sobre cómo detectar los rebuznos de nuestro tiempo
Atragantadas las uvas, convertida en ‘burlesque’ la lactancia, borrados con lejía los mensajes del fiscal del Estado y una vez repartido el incienso, el oro y la mirra en Jaén –o Cataluña, o donde convenga–, se planta una ante la biblioteca y observa. Pasan los minutos, a veces las horas, los días o ¡las semanas!, porque a falta de un indicio certero conviene insistir. Si hay quien abre la nevera esperando una respuesta, los hay también que merodean las estanterías para detectar los anacronismos y rebuznos de su tiempo.
El examen de una biblioteca, su verdadero escrutinio, proviene del desasosiego que desata lo leído, el recuerdo de aquello que se abre paso en la memoria a picotazos. El conocimiento –a diferencia de la gresca continuada– advierte. Su tiempo es geológico y justo por eso certero. Esta asombrosa sintonía de opinión ante un mismo dislate suena al ‘Retablo de las maravillas’. Algunos sumarios judiciales recuerdan a Rinconete y Cortadillo y hasta las alocuciones de las ministras tienen algo de ‘El arte de hacer comedias’, por aquello del gusto de hablar en necio.
La biblioteca todo lo diagnostica. De ahí que, como dice el italiano Alfonso Berardinelli, leer sea un riesgo, una invitación a la insurrección o incluso traicionar las versiones más precarias de nosotros mismos. Es una forma de desobediencia.
A medida que avanzan los días y aumenta el ruido de fondo, el camino de ida y vuelta hacia la biblioteca se hace más frecuente. Y venga otra vez el repaso. Hay libros y autores que se despeñan de las estanterías –tantas veces citados en vano o de oídas, los pobres–, otros que teme una que sean redescubiertos –¡escóndete Nabokov! ¡Bernhard, cuidado tú también!–, pero están los que refulgen, invencibles ante el paso del tiempo. Es el caso del que me topé la mañana del primero de enero. Tocado por un halo de luz invernal, Albert Camus se abrió paso entre la piara de la noche anterior. Se mostró ante mis ganas de tirar la toalla como la llave hacia un tiempo aún fresco, perfecto para orientarse en el mundo derramado de las ocurrencias.
«Cada generación cree que está dedicada a rehacer el mundo. Sin embargo, la mía sabe que no lo va a rehacer. Su tarea es mayor. Radica en evitar que el mundo se desmorone». Las palabras de su discurso de aceptación del Nobel de Literatura, en 1957, aparecieron puntuales, lozanas, precisas, imperecederas. Camus dijo aquello doce años después de los juicios de Nuremberg y cuatro tras la muerte de Stalin, en plena Guerra Fría. Para aquel entonces, ya se había desmarcado de Sartre y mantenía su compromiso como una bandera propia y solitaria. No se trata de salvar el mundo a cañonazos, sino de pensarlo, cogerlo con las tenazas de la razón y salir a toda prisa de este lugar en el que todos los días un burro –o una burra– toca la flauta y la cosa pública se parece cada vez más a la charca de Esopo.