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Oye, ¿sabes de qué murió Franco?

Recibí la mayor lección de mis abuelos, que la Guerra Civil fue un fracaso de todos

Seis claves para entender el ascenso de Franco

 

Les cuento un chiste. Muy viejo, como yo. Muy malo, como todos los que recuerdo. Muy descriptivo. Muy pertinente en estos días de relatos dopados y pasados reescritos en una melé de memorias histéricas.

Allá va, desde ya mis disculpas, pero tengo comprobado que soy de esos tipejos deleznables que no saben reírse de lo que toca ahora, incapaz de disimular ante lo que no me hace ni puñetera gracia. No porque tenga la piel fina, no. Simplemente porque disfruto más cuando el cómico se burla del ombligo propio que del ajeno, cuando se mofa de lo suyo porque no busca el aplauso de su grey ideológica… Bueno, que divago, y si han llegado hasta aquí será porque querrán que les cuente el chistecillo ¿no? Dice así:

—¿Sabes de qué murió Franco?

—No

—De insolación. Cuarenta años cara al sol.

Vale, no les hace gracia. A mí sí, entonces y ahora. Será porque nací en el 71 y en los ochenta del siglo pasado mi mayor preocupación era que mis padres no me pillaran fumando, estirar sin éxito la paga, intentar colarme en la discoteca porque efectivamente en casa no me iban a dar quinientas pelas ni de coña, buscarme un currillo repartiendo cestas de Navidad o desbrozando el monte y comprobar en mi anoréxica cartera que mi padre tenía razón: «El dinero cuesta mucho ganarlo y un suspiro gastarlo».

A lo que no dediqué ni un segundo es a pensar en ese tipo bajito de voz de pito que algunos llamaban caudillo, otros generalísimo y la mayoría dictador. A mí el asesinato de mi bisabuelo, que degollaran a mi tío o que otro se salvara en el pelotón porque el capullo al frente del mismo decidiera que ese facha se desangrara en vez de pegarle el tiro de gracia me ha hecho solo pensar que gracias a esas terribles circunstancias existimos mis hermanos y yo.

Nada que no ocurriera en miles de casas, con sus desgracias, miserias, crueldades, heroísmos, fortunas, cobardías, recuerdos tristemente imborrables y terapéuticos olvidos. Quizá porque recibí la mayor lección de mis abuelos, que la Guerra Civil es un fracaso de todos y que entre todos teníamos que convivir con ello: con los que padecieron un infierno, los nostálgicos del franquismo, quienes, mi familia por ejemplo, buscaban el centro como asidero. Todos, al fin, un pacto de caballeros: enterremos el pasado para construir algo de verdad bueno. Ahora que hay tanto mercader aventando al muerto me acuerdo del chiste para que nadie saque a la solana lo que para los de mi generación no fue más que eso, un mal chiste porque así lo quisieron quienes nos precedieron.

Pueden discutirme la gracia de la ocurrencia pero creo que no la pertinencia, ahora que los druidas del relato andan cocinando soflamas, lemas y organizando actos para celebrar que nada hicieron para evitar que la chanza, además de graciosa, fuera cierta.

 

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