Cristina Casabón: Sánchez, el príncipe rojo
«La progresiva pérdida de las libertades se debe en parte a la falta de una cultura o tradición liberal bien anclada en España, lo que lleva al pueblo a una conformidad letárgica, y puede que letal»

Ilustración: Alejandra Svriz.
Pedro Sánchez nos dio la semana con su decreto ómnibus con excusa de las pensiones y las ayudas a Valencia. Entre esas medidas quería colarnos facilidades para los okupas, impuestazo energético y bancario, penalizaciones a los propietarios, blindar el monopolio de Correos, intervencionismo empresarial, impuestazo al trabajo subiendo impuestos a los salarios, poderes a la CNMC para amordazar las redes y otras perlas. Antes no se perseguía la libertad y la buena vida, la vida burguesa y confortable. Hoy, lejos de todas aquellas ensoñaciones, nos hemos ido acostumbrando a que el señor Sánchez regale lujosos palacetes parisinos a sus socios de gobierno mientras los españoles no tienen dinero para el bus. Los españoles estamos ya acostumbrados a variados y amenos despotismos, y a lo más que nos atrevemos a aspirar es a que el despotismo sea ilustrado. «Toda relación amorosa es una relación de poder», dijo alguien. Y nosotros amamos al Gobierno y sus limosnas.
Todo el decreto ómnibus, como ven, puro oportunismo, que es la música favorita de este político. En algún momento, decidimos no preguntarnos cuál es el muelle del progreso. Fueron las ideas, no las ayudas al transporte. Fue el innovismo, no este asistencialismo ni este quietismo de pobreza. Las ideas fueron los muelles, liberados por primera vez gracias al liberalismo, que causó el innovismo, y propició el gran enriquecimiento desde 1800 hasta hoy. El acontecimiento secular más sorprendente de la historia, el progreso y el enriquecimiento de Occidente, se explica, en realidad, por las ideas concretas de individuos concretos que permitieron el progreso de las sociedades. Leonardo da Vinci, Nikola Tesla, Thomas Edison, Sir Timothy Berners-Lee, Elon Musk.
«Aún hoy muchos españoles elegirían la igualdad sobre la libertad, elegirían un príncipe rojo, Pedro Sánchez, que les asigne una ayuda antes que trabajar o tener una idea brillante, montar un negocio o fundar una empresa»
España inventa la palabra «liberal», como tantos otros conceptos políticos, pero luego la pervierte y la olvida. Los liberales somos la última reserva espiritual de osos pardos, prosistas del caos y preventivos peligrosos que predicamos en Madrid. En la España progre, el lujo sigue siendo una cosa de ricos cursis y el socialismo es un sistema bueno y caritativo, uno que se ha convertido en el tejido para lucro personal de locutoras de radio, amigos de Sánchez y estrellas del pop y del cine, que nos mantienen en un estado de gracia, o de pobreza ociosa. El socialismo se beneficia de una gran inercia colectiva, la que siempre busca al hombre providencial en quien todos descansamos y delegamos nuestros derechos y obligaciones (junto a nuestras libertades).
Es un costumbrismo de mentalidad de pobre que a los liberales tradicionales ya nos aburre un poco. Hay una España liberal que es tan perpetua como la otra. Pero aún hoy muchos españoles elegirían la igualdad sobre la libertad, elegirían un príncipe rojo, Pedro Sánchez, que les asigne una ayuda antes que trabajar o tener una idea brillante, montar un negocio o fundar una empresa. Hay una España que se deja llevar y deja hacer. Y un pueblo sin tradición de libertades se adapta bien a la restricción de estas, prefiere ser dirigido. La progresiva pérdida de las libertades se debe en parte a la falta de una cultura o tradición liberal bien anclada en España, lo que lleva al pueblo a una conformidad letárgica, y puede que letal. Efectivamente, la democracia, en España, siempre ha sido una pausa, un paréntesis, un rodeo que dábamos hacia otra cosa.