José Rafael Herrera: El modelo Eichmann
Nunca imaginó el señor Otto Adolph Eichmann que su pronunciada mediocridad -su consustancial medianía- terminara por convertirlo nada menos que en el modelo eterno, hiperuránico, del ciudadano ejemplar de todo sistema criminal, autocrático y totalitario posible. Mutatis mutandis, Eichmann fue una suerte de Juan Peña austro-alemán, todo un auténtico diente roto teutón, aunque con mayor “iniciativa” que la del inalterable personaje de Pedro Emilio Coll, ese pequeño “grande hombre que no había tenido tiempo de pensar”. Porque, en el fondo, se trata de eso, de no pensar, dado que la naturaleza del pensamiento es, en lo esencial, crítica. Quien no objeta, no juzga, no impugna, no discrepa y, por eso mismo, no puede pensar. Pensar, de hecho, quiere decir juzgar. El juicio es el pensamiento en acto, el acto propio y constitutivo del pensamiento. De ahí que el pensamiento sea necesariamente dialógico o, para decirlo claramente, dialéctico, por lo que siempre propicia la posibilidad de la discusión, del debate de ideas, de la diferencia, de donde surge la verdad. Nada más contrario al pensamiento que lo uniforme, la aceptación sumisa, el imperturbable asentimiento y la aprobación indiferente o, peor aún, interesada. Decía Hegel, en una célebre conversación con Goethe, que el pensamiento -la dialéctica- es “el derecho racional que tienen los hombres a decir que no”. Por eso la posibilidad de pensar en sentido pleno solo es posible en libertad y en democracia. Y por eso mismo, las tiranías le temen tanto al pensamiento.
No pensar es sinónimo de obediencia ciega. Mientras menor sea la capacidad de pensar más próximo se estará al modelo perfecto de la mediocridad y el servilismo, de aquellos que han entregado la dignidad de su condición humana. Una entrega que, como dice Spinoza en su Tratado de la reforma del entendimiento, tiene por causa una de estas tres ficciones o espejismos: el poder, la riqueza o el deseo carnal. No importa cuál de estos “bienes”, pues en el fondo se trata de lo mismo. Después de todo, nunca se sabe hasta dónde puede llegar el deseo de un minion. Eichmann, en efecto, no quebró la cantina de la Academia Militar, a la que por cierto tampoco pudo entrar. El grado de coronel no lo obtuvo en el ejército sino en las SS. Su carrera escolar fue irrelevante y nunca la terminó. Su bajo rendimiento académico hizo que su padre lo retirara de la Realschule y lo inscribiera en la universidad vocacional de electrónica, ingeniería mecánica y estructural, en la que no pudo obtener un título. Entró a trabajar a la empresa de su padre, una compañía minera, en la que estuvo solo pocos meses. Luego, fue empleado de una compañía de electrodomésticos y, tiempo después, agente de una empresa petrolera. Como si se tratara del camaleónico Leonard Zelig, el personaje del filme de Woody Allen, ya Eichmann había completado el entrenamiento básico para poder ingresar al universo de la sobrevivencia, la adaptación y la obediencia ciega, sorda y muda. Peter Malkin lo definió como “un hombrecito suave y pequeño, algo patético y normal, que no tenía la apariencia de haber matado a millones”.
Decía Platón que la maldad es el resultado de la ignorancia. El mal es, de hecho, un hongo venenoso que crece en las almas resentidas de los más ignorantes. En el caso de Eichmann, la maldad surgió de su fundamental inconsistencia, de su naturaleza sumisa, esponjosa y acomodaticia ante el poder, que son, por lo demás, determinaciones propias de quien se habitúa a no querer pensar demasiado. Hannah Arendt sintetiza esos caracteres bajo la condición tipificante de lo banal. En el Tratado ya citado, Spinoza lo designa como “lo vano y fútil”. Durante el juicio que terminó por condenarlo a la horca, tras ser hallado culpable por cometer crímenes de lesa humanidad, Eichmann declaró: “No perseguí a los judíos con avidez ni placer. Fue el régimen el que lo hizo. La persecución sólo podía decidirla el régimen, no yo. Acuso a los gobernantes de haber abusado de mi obediencia. En esa época se exigía la obediencia”. Él solo cumplía órdenes superiores, “de arriba”: “no hay derecho a rebelarse y hay la obligación absoluta de obedecer”. Después de todo, no estaba ahí para pensar. No obstante, “el pequeño y suave hombrecito” había sido el responsable del genocidio de la “solución final”, y no solo en el campo de concentración de Auschwitz. Una “solución” que hizo afirmar a Theodor Adorno que, después de tanta crueldad, en el mundo ya no podía existir poesía.
Como dice Hannah Arendt, “lo preocupante de la existencia del mal entre nosotros es que cualquier hombre, bajo determinadas circunstancias, puede reaccionar como Eichmann y cometer actos tremendamente malvados e inhumanos porque cree que es “su obligación” o “su trabajo”. En su opinión, Eichmann merecía morir, pero no solo por haber ejercido oficialmente la función de carnicero del pueblo judío, sino por no haber pensado, por no oponerse a las órdenes que recibía, con lo cual no solo se transformó en el responsable directo del exterminio sino, además, en un “celoso y eficiente funcionario” que solo siguía las instrucciones que se le ordenaban.
La pregunta que inevitablemente surge, a la luz de las anteriores consideraciones, interroga por los alcances, los límites y la vigencia del modelo Eichmann en este convulsionado -y espiritualmente menesteroso- presente. Se podrá comprender que en países de tradición autocrática, como lo son los países ubicados del lado oriental del planeta, en los que impera el fanatismo teológico-político o la devoción al “líder” y al “Estado”, la obediencia ciega se considere, más que como parte de sus tradiciones históricas y culturales, como un hecho “natural” e, incluso, “sobre-natural”. Pero en Occidente, desde los tiempos de la Grecia clásica y el nacimiento de las ideas de libertad, justicia y derecho, la posibilidad de no pensar en las consecuencias que órdenes que ponen en peligro los derechos humanos es, más que una aberración, una monstruosidad. Solo en regímenes totalitarios es posible la mordaza, la persecución y el encarcelamiento por protestar y expresar las propias opiniones. Solo en regímenes criminales, sustentados sobre la coerción de las bayonetas, la amenaza, el chantaje, el terror, el asesinato, la represión o la tortura, es posible la suspensión del juicio, la proscripción del pensamiento. Un auténtico paraíso para los “hombrecitos suaves y pequeños, patéticos y excesivamente normales”, que se limitan a seguir instrucciones y recibir órdenes, sin llegar tan siquiera a imaginar -¡los pobres descerebrados!- que teniendo el sol a sus espaldas -como en efecto lo tienen- les llegará el momento de rendir cuentas. Aquí se hace y aquí se paga, reza el adagio. Penélope sigue tejiendo la mortaja. Ya casi está por terminar. No tarda Odiseo en volver a casa.
@jrherreraucv