Una pausa en la vorágine
¿Que hicimos mal?, ¿En qué fallamos? Trump, Musk, la motosierra, la cultura desechable, el lenguaje inclusivo, el wokismo, el feminismo insano son síntomas de una sociedad occidental enferma, el reflejo de su desplome valórico. Por ello, me permití revisar algunos de los escritos del entonces cardenal Joseph Ratzinger
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En los días que corren asistimos asombrados al fin del orden mundial que conocemos, sin otro de reemplazo. Se impone ahora lo que dicta la fuerza, el mero interés. Llegó el momento de la codicia, de la marginación de los principios. En este contexto, cabe preguntarse: ¿Que hicimos mal?, ¿En qué fallamos? Trump, Musk, la motosierra, la cultura desechable, el lenguaje inclusivo, el wokismo, el feminismo insano son síntomas de una sociedad occidental enferma, el reflejo de su desplome valórico. Por ello, me permití revisar algunos de los escritos del cardenal Joseph Ratzinger entre 1979 y 2004, más tarde Papa Benedicto XVI, reunidos en el libro “La nueva Europa”.
Hace décadas, Ratzinger preconizaba con impecable lucidez la crisis moral que afectaba y sigue perjudicando al mundo occidental. El reparto del poder que vivimos hoy sería una consecuencia de aquello; los giros políticos, un grito desesperado. Nada apunta hacia la construcción de un nuevo entendimiento como no sea el de la ganancia o la definición de áreas de influencia. Las potencias nucleares europeas se acomodan a Washington, pero no surge en ellas un liderazgo alternativo que le de cohesión a occidente y a los países que de una u otra forma estamos en su órbita. Tampoco en Estados Unidos, que parece renunciar a sus responsabilidades mundiales.
En las elecciones alemanas del pasado fin de semana salieron robustecidas fuerzas políticas que constituyen una reacción al centro “bien pensante”. Movimientos nostálgicos de un pasado que sus votantes jóvenes no vivieron, y alrededor de los cuales se construye un muro de contención. Sin embargo, temo que Alternativa por Alemania (AfD) y Die Linke se sitúen en la odiosa revancha política en caso que el futuro Canciller no logre, realmente, ilusionar a los alemanes, los principales responsables del futuro europeo. Friedrich Merz debe animarlos a un proyecto común que vaya más allá de lo económico. Algo que sea un propósito superior, difícil ante “la disolución de los valores morales intangibles”, pero no imposible. En palabras del Papa Emérito, se trata de “buscar una identidad europea que no disuelva o niegue las identidades nacionales, sino que las una en un nivel más alto, donde la historia común sea valorada como fuerza creadora de paz”.
La unidad europea de la posguerra se construyó, dice el cardenal Ratzinger, partiendo del vínculo entre moral y acción política. Con el tiempo, los valores morales, consustanciales al ser humano, fueron relegados gradualmente al ámbito de lo subjetivo ante el predominio de la razón. Esta priorizó lo medible, lo tangible, la estadística y cerró la puerta a lo permanente y sagrado. “Solo una razón que esté abierta también a Dios, sólo una razón que no relegue la moral al ámbito de lo subjetivo o que la reduzca al mero cálculo, puede oponerse a instrumentalizar la idea de Dios y las patologías de la religión, y puede ofrecer (una) curación.”
La razón se metió en las raíces de la vida y tendió “a considerar al hombre no como don del Creador (o de la ‘naturaleza’), sino como un producto. El hombre es ‘producido’, y lo que se puede ‘producir’ también se puede destruir”. Así, agrega, a “la razón enferma le parecen fundamentalismos todas las afirmaciones sobre valores imperecederos y toda defensa de la capacidad de verdad” y, en efecto, ha deconstruido la hospitalidad, la democracia, el Estado.
Lo anterior no supone una contradicción con el sano laicismo. Señala el cardenal que la tradición cristiana “ha promovido la laicidad del Estado (…) por la común responsabilidad moral fundada en la naturaleza humana, en la naturaleza de la justicia”. Por ello, el Estado no debe ser neutral ni moral ni religiosamente. No debe permitir que “la mayoría se convierta en la única fuente del derecho”. Sería como poner en discusión los derechos del hombre. En ese marco de respeto a la naturaleza humana debe promover la libertad. De hecho, “la libertad sin fundamentos morales se hace anárquica, y la anarquía conduce al totalitarismo” (¿wokismo?).
Este proyecto moral traducido en acción debe partir, dice Ratzinger, por reconocer que “el objetivo de la política es la justicia, y junto con la justicia, la paz. El orden político y el poder deben manar de los criterios fundamentales del derecho”. En días en los que asistimos a la paz a cualquier precio en Ucrania, a una violación al derecho internacional por falta de opciones, estas palabras adquieren tremenda actualidad ¿Es justo resarcirse de los costos de una guerra, producto de una invasión, con una paz forzada y comprada?
Hoy día, prosigue el cardenal, se desvanece la fuerza de cohesión del derecho y la capacidad de convivencia por parte de comunidades diferentes. Muchos de los conflictos se originan en “el quiebre del vínculo entre derecho, paz y justicia, que sostiene un edificio social en el que caben individuos de pensamientos diferentes”. Nos recuerda que “donde se pisotea el derecho, donde la injusticia toma el poder, la paz está amenazada, incluso está en parte rota”. Es una trilogía que puede quebrarse también por el “cinismo de los negocios y del comercio a gran escala o la explotación sin escrúpulos de las reservas naturales (cuando) lo útil ocupa el lugar del bien y el poder se instala en lugar del derecho”.
Para recobrar lo perdido es necesario recuperar la identidad occidental, ya que nos hemos “quedado vacíos por dentro”, con nuestra identidad eliminada o menguante. Es más, hay un odio de occidente a sí mismo, que “de su propia historia ya solo ve lo que es execrable y destructivo, y no está en situación de percibir lo que es grande y puro”, a lo que se agrega una desgana de futuro. “A los hijos (…) no se los percibe como una esperanza, sino como un límite del presente. Se impone una comparación con el Imperio Romano en su ocaso, que seguía funcionando como gran marco histórico cuando en realidad vivía ya de los que habrían de disolverlo, pues ya no tenía en sí ninguna energía vital”.
Pero no todo es denuncia. También apunta a los rasgos que deberían ser los pilares de la recuperación. En primer lugar, la incondicionalidad con la dignidad y los derechos humanos como “valores que preceden a cualquier jurisdicción estatal”. Los derechos fundamentales están allí desde siempre, intangibles. A continuación, el matrimonio monogámico como estructura de la relación entre varón y mujer, y célula en la formación del Estado. Finalmente, “el respeto a lo que para el otro es sagrado, y particularmente el respeto a lo sagrado en el sentido más alto, a Dios”.
Junto a estos pilares, y respecto al viejo mundo, agrega que se debe evitar la tentación de reedificar una Europa “dominada por los católicos bajo la guía del Papa” y, en cambio, “defender el progreso, la libertad de pensamiento, la laicidad”; se debe esquivar ‘la burocracia económica de Bruselas’ y frustrar el eurocentrismo, porque la historia del continente “no es de ningún modo la historia de un mundo íntegro”; y sobre los inmigrantes, les obliga a recordar que “la verdadera hospitalidad y apertura al otro consiste, ante todo, en el hecho de que (se) supere la contradicción de la riqueza en algunos países, y, a partir de aquí, se trabaje para que cualquier parte de la tierra, cualquier país, sea habitable o lo sea cada vez más”.
Después de la lectura de sus reflexiones de hace décadas y del indigno enfrentamiento protagonizado hace unas horas entre Trump y Zelenski en el Salón Oval, quedé en silencio.
Una pausa en la vorágine.
Embajador, ex Subsecretario de Relaciones Exteriores