España: Pasión y atrevimiento en la nueva Cámara
La silueta de los leones del Congreso de los Diputados recortada en el cielo de Madrid, ayer a primera hora de la mañana, antes del inicio de la sesión de investidura – ANTONIO HEREDIA
Fueron las cuatro horas más intensas y apasionadas que se recuerdan en el Congreso de los Diputados desde donde puede alcanzar la memoria. Empezaron a las 9.00 y terminaron a las 13.00 horas del 2 de marzo, segunda jornada de la primera investidura frustrada de la democracia española. Cuatro horas en las que, por si alguien lo dudaba, quedó claro que este Parlamento ya nunca volverá a ser una caja de resonancia de la mayoría absoluta. Que la crisis económica de los siete últimos años ha cambiado todo. La representación parlamentaria, la faz política, la dialéctica, la retórica y hasta los pasillos del Parlamento. El cambio -ese tal señor cambio, según ironía de Rajoy– no conseguirá formar Gobierno, pero sí se sienta en los escaños, después de nacer, crecer y desarrollarse en las pantallas de televisión. El cambio ha llegado para hacer ruido, no para estar callado. Para provocar con osadía, descaro e impertinencia. Para interpelar sin miedo, no para conformarse con discursos protocolarios o réplicas de guante blanco.
Conforme pasaban las horas, Pedro Sánchez iba desapareciendo poco a poco de su propio debate de investidura para ceder el protagonismo a los nuevos partidos y a los nuevos líderes. Pablo Iglesias y Albert Rivera se estrenaron en la tribuna del Hemiciclo, atrevidos e insolentes, golpeando con toda la intención a los líderes de PSOE y del PP, respectivamente. Ambos saben que para consolidar sus liderazgos y la posición de sus partidos políticos han de seguir pescando votos en los caladeros de las formaciones mayoritarias.
La investidura de Sánchez devolvió así la política española a la dialéctica de los nuevos frente al bipartidismo. Rivera e Iglesias le dieron la vuelta a una sesión plenaria que había comenzado con la resurrección parlamentaria de Mariano Rajoy, cuyo irónico y despiadado discurso contra Sánchez dejó boquiabiertos incluso a los diputados de Podemos, que desconocían esa vis de parlamentario agresivo del presidente en funciones. Sánchez no tuvo respiro porque después de Rajoy subió a la tribuna Pablo Iglesias, quien en su estreno parlamentario no defraudó las expectativas de líder rebelde y revolucionario -cargado con toda la memoria emocional de la izquierda antigua y del activismo moderno- dispuesto a no pasar inadvertido. Su discurso fue brutal contra todo bicho viviente de la Cámara. Contra el PP, contra el PSOE y contra Ciudadanos. A los dirigentespopulares los identificó con el franquismo. De Rivera dijo que podía haber sido un «jefe de escuadra de la posguerra» y al portavoz de Ciudadanos, Juan Carlos Girauta, lo identificó con Millán Astray, aquel general franquista que delante deUnamuno en la Universidad de Salamanca gritó: «Muera la intelectualidad». Rivera apenas respondió a estas provocaciones de Iglesias porque, como se vio luego, tenía un interés mayor en desmontar a Mariano Rajoy.
Los ataques contra Rivera -que incluyeron citas de cultura política universitaria- únicamente fueron el aperitivo de su primera actuación en el Congreso. El grueso de su arriscada oratoria lo dedicó Iglesias a Pedro Sánchez por haber preferido un pacto con la oligarquía antes de un Gobierno con Podemos. El enfrentamiento entre ambos alcanzó su mayor intensidad dramática cuando el líder de Podemos acusó a Felipe González de «tener las manos manchadas de cal viva». Hacía muchos años que los GAL habían desaparecido de la vida parlamentaria. Tantos como lleva González fuera del poder. Hasta ahora, este Pablo Iglesias que no oculta su aspiración de ser el Felipe González del Siglo XXI sólo hablaba depuertas giratorias y de traición a sus principios. Ayer dio un paso más allá al recordar la guerra sucia contra ETA que puso contra las cuerdas al González agónico de sus últimos años de gobierno. La alusión indignó a los socialistas. La vicepresidenta del Congreso, Celia Villalobos, comentó a Patxi López la posibilidad de exigir a Iglesias que retirara sus palabras, pero el presidente de la Cámara lo dejó continuar.
El fondo del ataque contra el PSOE del líder de Podemos fue más allá, sin embargo, de la provocación de la cal viva. Iglesias ha llegado al Congreso al frente de un grupo situado a la izquierda del PSOE que tiene 65 escaños, 69 con Compromís. Una representación que, presumió, le permite mirar a los socialistas «de igual a igual». Iglesias se ha repasado los diarios de sesiones y ha comprobado que los dirigentes socialistas siempre miraron a su izquierda por encima del hombro porque IU nunca pasó de tener un grupo parlamentario modesto. Eso se acabó, proclamó el líder de Podemos, a quien la Cámara escuchó en silencio. El beso en los labios a Domènech puso un punto final coherente con la pasión -excesiva para algunos- que el secretario general de Podemos puso a su primera intervención parlamentaria. Frente a esta emoción desatada, poco pudo hacer Pedro Sánchez, con su tono frío y educado de líder socialdemócrata tranquilo y homologable con la socialdemocracia de la UE. Los socialistas escucharon a Iglesias demudados primero, indignados después. Los escaños de la derecha asistieron al despedazamiento de la izquierda con el brillo de la ironía en los ojos.
Aunque el brillo se les apagó bien pronto. En cuanto subió a la tribuna Albert Rivera. El líder de Ciudadanos se detuvo poco tiempo en hablar de su pacto con Pedro Sánchez y en glosar las bondades del consenso de la Transición. Su objetivo era demoler el liderazgo de Mariano Rajoy y situar al PP ante el espejo. Rivera hizo un llamamiento a los dirigentes del PP, en sus propias caras, para que se rebelen contra su líder, a quien definió como un político atacado por la «pereza» y sin fuerzas para limpiar ni regenerar su casa ni su país. El líder de Ciudadanos se refirió a la corrupción del PP con mucha dureza aludiendo a las «tramas criminales» y a los «lingotes de oro». El discurso de Rivera resonó en los oídos de los diputados del PP como una impertinencia rayana con la grosería. Pero a la mayoría de ellos los dejó mudos en el escaño. El presidente en funciones pidió la palabra, pero su respuesta a Rivera no alcanzó ni de lejos la intensidad dramática del aldabonazo del líder de Ciudadanos. Rafael Hernando quiso vengar el honor herido del PP, pero el presidente del Congreso no le dio la palabra. Horas después del lance, los parlamentarios del PP aún no se habían recuperado del trance.
Una de las expresiones más comunes de la crónica política de este momento de gran confusión es la de «tender puentes». Las cuatro horas más apasionadas del debate de investidura de Pedro Sánchez evidenciaron que no hay puentes que valgan entre las fuerzas políticas que han de ponerse de acuerdo para que haya un Gobierno en los dos próximos meses. Ayer en el Congreso no se representó ninguna obra de teatro de ficción. Cada uno de los líderes sacó lo que lleva dentro. Y hasta los leones se dieron cuenta de que el ambiente de esta Cámara no es el del acuerdo, sino el del combate electoral.