Cultura

Io amo il silenzio

Los cafés y bares eran sitios para la conversación y el debate. Hoy, las bocinas, pantallas y músicos de generación espontánea son omnipresentes en ellos.

 

 

Hace ya algunas décadas, cuando tomé mi primer curso de italiano, la primera frase que aprendí fue: “Io amo il silenzio”. Desde entonces, cada vez que me enfrento al ruido, me vienen esas mismas palabras en italiano y no en español. Y me llegan con gran frecuencia a la cabeza, porque vivimos en un mundo estruendoso.

Hace unos días estuve en Guanajuato, una ciudad forzosamente ruidosa por las tantas cuestas de sus calles que obligan a los autos y vetustos camiones a rugir. En busca de un sitio apacible, un grupo de editores y escritores entramos en un sitio muy tradicional. Aunque el local trata de rescatar cierto ambiente del pasado, la música era tan alta que no se podía conversar. Pedimos al regente que bajara el volumen, y entonces pasamos una excelente velada con buen coloquio e hicimos nuevas amistades. Otra gente en otras mesas también dialogaba. Era casi el paraíso. Pero tan pronto pagamos la cuenta y nos pusimos de pie, el encargado se apresuró a subir los decibeles al punto de matar todo intento de conversación.

Lo que nos ocurrió en Guanajuato ocurre casi en todas partes. Frente al mercado de Medellín, en la Ciudad de México, entramos en un bar de sabor antiguo. Apenas habíamos pedido dos cervezas, cuando se instaló un hombre con un bocinón, puso a andar su karaoke y cantó a tal volumen como si se creyese la encarnación de la Obertura 1812. Pedimos la cuenta con urgencia y salimos. Peregrinamos en busca de otro sitio, pero las bocinas, pantallas y músicos de generación espontánea eran omnipresentes.

Entiendo que la gran mayoría de la gente no visita bares para conversar, pues tiene poco de que hablar. Schopenhauer decía que el ruido no molesta a quien nada tiene que pensar. Pero echando la vista atrás, los cafés y bares eran sitios para el diálogo, debate y generación de ideas.

Antes de la invasión sonora, las tertulias proliferaban en los cafés. Aquellos artistas, escritores e intelectuales le dieron prestigio a los sitios que ahora capitalizan esa fama tras haber expulsado a quienes se la dieron. El Gran Café Gijón es un sitio pésimo en comida y servicio; además caro y sucio, pero ostenta con orgullo el haber recibido a escritores que hoy desecharía.

¿Qué habría sido del círculo de Viena y otros intelectuales sin el café Central, el Landtmann, el Griensteidl y otros tantos?

Stefan Zweig escribió en El mundo del ayer:

Pero la mejor academia, el lugar donde mejor se informaba uno de todas las novedades, era el café. Para comprenderlo, hay que saber que el café vienés es una institución muy especial, incomparable con ninguna otra a lo largo y ancho del mundo. Se trata, de hecho, de una especie de club democrático, abierto a todo aquel que quiera tomarse una taza de café a buen precio y donde, pagando esta pequeña contribución, cualquier cliente puede permanecer sentado durante horas, charlando, escribiendo, jugando a las cartas; puede recibir ahí el correo y, sobre todo, consumir una cantidad ilimitada de periódicos y revistas.

Zweig emplea un café de estos como escenario de Mendel el de los libros.

Esos cafés pertenecen al mundo del ayer. Ahora están vedados para los intelectuales y tomados por los turistas. Un modesto café cuesta 170 pesos. Y una taza no basta para pasar ahí toda la tarde.

Volviendo a la invasión sonora… Cuentan los especialistas en fracturar cerebros que la música de volumen elevado aumenta el consumo de alcohol. Además manda un mensaje de “acá la estamos pasando bien” y los clientes potenciales se sienten atraídos por exactamente eso que me repele. Supongo que si un grupo de gente no puede conversar, entonces ocupa la boca en beber más. A los niños no se les puede atraer con el Tigre Toño, pero a los adultos se les engatusa con estruendo musical. Prefiero al Tigre Toño.

La música no está pensada para complacer al parroquiano, sino para inducirlo a comer y beber más. Asimismo lo empuja a marcharse pronto, para dejar su mesa a otro feligrés. El ruido es una táctica foxiana de “comes y te vas”.

Cuando se le pide al mesero o al capitán que baje la música, dirá que sí, pero no lo hará. Ante la mucha insistencia, he visto que bajan un poco el volumen, y poco a poco lo suben al nivel anterior. En Mérida, ya tarde en la noche, un grupo de cinco escritores hallamos el único bar abierto. Varias veces el gran poeta Hernán Bravo Varela pidió con súplicas y versos que bajaran la música. Éramos los únicos clientes, y ni así conseguimos nuestra voluntad. No sé cuántos decibeles eran la norma en ese sitio, pero igual nos molestaba a nosotros y a los vecinos.

Hay una ciencia para determinar el volumen de música adecuado para cada lugar. Es una mera ciencia estadística. Se aplican distintos volúmenes y se mide el consumo. Los informes acerca de tales estudios marcan que el consumo de alcohol alcanza su cima en torno a los 90 decibeles.

Cito un ensayo de Charles Spence: “Los 120 clientes cuyo comportamiento se observó ordenaron significativamente más de beber cuando la música se tocó a 88–91 dB que cuando se tocaba al nivel  normal de 72–75 dB. Por lo tanto, hay buena razón para creer que debe de haber un enlace directo entre el volumen de la música y el aumento en la rentabilidad de los establecimientos”.

Más precisamente, otro estudio dice que a 72 decibeles, los parroquianos consumieron un promedio de 2.6 bebidas, tomándose una media de 14.5 minutos en cada una. A 88 decibeles tomaron 3.4 bebidas en apenas 11.5 minutos por unidad. Combinando factor trago/tiempo, el consumo con música alta es 70% mayor.

Recordemos que los decibeles se miden en una escala logarítmica, por lo que un ruido de 90 decibeles es cien veces mayor que uno de 70.

Los estudios que encontré no se meten en la suma de las cuentas; pero mi experiencia de visitador de bares dice que cuando se van sumando bebidas, se pasa a tragos más caros. Luego de saturarse de cerveza, se avanza hacia el tequila o el mezcal. Así las cosas, el 70% puede pasar a ser un 100% en la recaudación. Por eso nunca me hacen caso cuando pido bajar el volumen.

En el díalogo platónico de Protágoras, podemos leer:

Ya que estas gentes, porque no pueden tratar unos con otros por sí solos mientras beben, con opinión propia ni con argumentos suyos, a causa de su falta de educación, encarecen a los flautistas, pagando mucho en el alquiler de la voz ajena de las flautas, y acompañados por el son de éstas pasan el tiempo unos con otros. Pero donde los comensales son gentes de bien y de cultura, no consigues ver flautistas ni bailarinas ni tañedoras de lira, sino que, como son capaces de tratar unos con otros sin los jaleos y los juegos ésos, con su propia voz, hablan y escuchan a su turno con gran moderación por mucho vino que beban.

Ahora estoy en Veracruz. Me senté en un portal del zócalo con mi mujer y pedimos dos cervezas. Le comenté que pensaba escribir un artículo sobre la espiral del silencio. En eso se colocó a nuestro lado un grupo de acordeón, guitarra, tololoche y percusiones. No contentos con sus instrumentos, llevaban amplificadores y altavoces. Una vez más, la conversación fue imposible y terminé escribiendo precisamente sobre esto.

En el zócalo se montaron más conjuntos musicales. El estruendo era mayúsculo.

Y la gente estaba feliz.

Eso es lo que cuenta; y no los lamentos sonoros de un desambientado que siente nostalgia por la civiltà della conversazione. ~

 

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