El colectivo que se arroga funciones de Asamblea Nacional aprobó, el jueves 10, el Decreto de Estado de Emergencia presentado por el usurpador Nicolás Maduro. Tal estado lo autoriza el artículo 338 de la CRBV, “cuando se susciten circunstancias económicas extraordinarias que afecten gravemente la vida económica de la Nación. Su duración será de hasta sesenta días, prorrogable por un plazo igual”. En este caso se invoca la guerra comercial desatada por el gobierno de Estados Unidos, la suspensión de licencias para que empresas extranjeras puedan vender petróleo venezolano, y la imposición de aranceles secundarios al país que lo compre. Según reza el decreto, obliga a tomar medidas para resguardar “los derechos económicos, sociales, culturales y educativos del pueblo venezolano…” Es decir, lo mismo que ha venido pisoteando Maduro a lo largo de su mandato. Tan pasmoso cinismo prosigue al afirmar, en su primer artículo, que tales medidas se dirigirán a “preservar el equilibrio económico de la Nación y garantizar a la población el disfrute pleno de sus derechos humanos, el acceso a bienes y servicios esenciales y la cohesión y protección de los sectores productivos”.
Para quien ha presidido el manejo más desestabilizador de la economía –una de las hiperinflaciones más agudas y largas conocidas, el default sobre sus pagos de deuda externa y remuneraciones que no alcanzan siquiera para cubrir las necesidades básicas del venezolano—, que ha acabado con la prestación mínimamente satisfactoria de servicios públicos a la población y se la pasa violando de la forma más cruel los derechos humanos básicos de los venezolanos, ese artículo primero insulta. Pero se explica como parte del mundo ficticio que se ha visto obligado a armar Maduro como refugio ante el repudio en su contra y para obviar todo examen de conciencia acerca de sus atropellos.
El decreto en comento se reduce a anunciar una serie de medidas que serán tomadas a discreción por parte de la administración usurpadora. Entre otras, pueden mencionarse regulaciones excepcionales, suspensión de tributos, exenciones a otros, centralización de atribuciones en el Ejecutivo Nacional, compras obligatorias de producción nacional, estímulos a la inversión, a la exportación y al empleo, y erogaciones no presupuestadas. Es decir, básicamente lo que ha venido haciendo desde que terminó por acabar con el ordenamiento constitucional, emasculando a la Asamblea Nacional legítima electa en 2015, de mayoría calificada opositora. Como se recordará, hizo que el abyecto tsj –armado tramposamente, entre gallos y medianoche– declarara a esa Asamblea en “desacato” (¡!), y asumiera (ilegalmente) algunas de sus funciones de supervisión y control (supuesto) del Ejecutivo, para autorizar regímenes especiales, aprobar presupuestos y créditos adicionales, etc., anulando, además, cuanta ley aprobara ese parlamento. En particular, esta usurpación de potestades llevó a estos magistrados cómplices a aprobar el Estado de Excepción que presentó Maduro a comienzos de 2016 (decreto 2.184, G.O. Extraordinaria Nº 6.214) –negado por la Asamblea Nacional legítima– y a renovarlo sucesivas veces, a pesar de que el artículo 339 de la CRBV admite solo un período adicional. La “excepcionalidad” de este Estado de Excepción lo convirtió en una especie de “ley habilitante” autoasignada, ya que el Poder Legislativo no lo autorizó, para instrumentar medidas económicas a capricho, sin rendición de cuentas ni control por el órgano legislativo.
¿Y qué se propuso hacer Maduro entonces? Básicamente lo mismo que con el Estado de Excepción de ahora, a lo cual se añadía “mitigar los efectos de la inflación inducida, de la especulación, del valor ficticio de la divisa, el sabotaje a los sistemas de distribución de bienes y servicios, así como también contrarrestar las consecuencias de la guerra de los precios petroleros…”
¿Y cuál fue el resultado de este ejercicio “excepcional” de poderes en materia económica? La más pavorosa hiperinflación desatada a finales de 2017, la declaración de insolvencia (default) sobre la deuda pública externa para esa misma fecha, la depresión de la capacidad de compra de los salarios a niveles desconocidos, una extendida escasez de productos, el colapso de los servicios públicos de agua, luz, suministro de gas y de gasolina, la merma continuada en la producción de crudo –antes de las sanciones—, la entrega de amplias competencias en materia económica a estamentos corruptos de la alta oficialidad militar y el otorgamiento de “patentes de corso” para el saqueo de las riquezas minerales del Arco Minero del Orinoco, en particular, con la creación de la Compañía Anónima Militar de Industrias Mineras, Petroleras y de Gas, C.A. (Camimpeg). Como corolario, la economía venezolana quedó reducida a la cuarta parte de cuando Maduro, el perdedor, asumió la presidencia. Millones de venezolanos se vieron obligados a emigrar buscando mejores condiciones de vida.
En estos momentos, las condiciones del país son aún peores de cuando entonces y el margen de maniobra de Maduro es prácticamente inexistente. Se encuentra cercado, financieramente, aislado de los mercados de crédito, con las reservas internacionales y los recursos públicos al mínimo. La administración del Estado está seriamente averiada, los servicios públicos en el piso, el sector productivo sometido a presiones tributarias asfixiantes y los sueldos en niveles incapaces de sostener niveles dignos de vida. Se vislumbra que el ingreso por exportación de crudo habrá de caer al suspenderse la licencia a Chevron y a otras empresas, y por la dificultad para comercializar petróleo venezolano por efecto de los llamados aranceles secundarios. Encima, Maduro, al haberse robado las elecciones del 28 de julio de 2024 y usurpar la presidencia de la República, carece de toda credibilidad, tanto interna como externa. Solo se mantiene con base en la represión, mucha represión, con muertes, torturados y miles de detenidos. ¿A qué se debe, entonces, el simulacro de decreto?
Obviamente, no obedece a preocupación alguna del usurpador por la suerte de los venezolanos. La historia reciente es demasiado elocuente al respecto. En el supuesto negado que así fuera, tampoco tiene con qué responder. Lo que decreta Maduro no es un Estado de Emergencia, sino un Estado de Apariencia. Una apariencia de que gobierna, que está presente. Busca que nos acostumbremos a que está ahí para que “pasemos página” a su descarado fraude. Es la última expresión de una retahíla de anuncios y medidas que nunca sirvieron para nada, salvo para simular los mecanismos de expoliación con que los “revolucionarios” han saqueado al país. La “ley antibloqueo” es un ejemplo bochornoso. ¿Quién se acuerda de las “zonas económicas especiales”, del Centro Internacional de Inversión Productiva, de Bancoex, de los innumerables “motores productivos” y de tantos otros disparates anunciados? El decreto es la última muestra de esta práctica, cada vez más vergonzosa, de simulación. Mientras, el país se cae a pedazos, aumenta la miseria y la represión.
¿Hasta cuándo? Al país le esperan tiempos aún más dolorosos. El núcleo fascista convoca, como si nada, unas elecciones para la Asamblea Nacional y para gobernadores sin dar a conocer el instructivo y cronograma respectivo, sin abrir el registro electoral, eligiendo a discreción a quienes “autoriza” como candidatos, y manteniendo al delincuente Elvis Amoroso para trampear cualquier resultado que le sea indeseable. Maduro no busca legitimación electoral alguna: quemó, en público, esos puentes.
Lo que Maduro procura es mantener la ficción, ante los suyos y ante sus compinches internacionales, de que todavía está al mando, de que aún controla las palancas de decisión de un Estado (aunque las haya pulverizado). Por eso la negociación de candidatos oficialistas a los comicios venideros entre el núcleo fascista, sin participación alguna de su base; de ahí el “decreto de apariencia”, cuando no tiene manera alguna –ni le interesa—enfrentarse al impacto de las medidas de Trump.
Las fuerzas democráticas no tienen de otra que desmontar esa ficción e insistir que la única solución factible es la culminación del mandato del 28J, con la asunción de Edmundo González Urrutia como presidente de la República. Y no es posible que los militares honestos, los que quieren a su país –¿o es que nos los hay?– sigan validando esta rodada al fondo. ¿Por qué? ¿Hasta cuándo?