La revolución de Pasolini
Con ‘El evangelio según San Mateo’, el director italiano logró lo imposible: reconciliar a los comunistas que lo rechazaron y a la Iglesia que lo condenó.

“Soy un no creyente con una fe que me atormenta.” Esta frase, pronunciada por el cineasta y escritor italiano Pier Paolo Pasolini, condensa como ninguna su razón artística y su pulsión vital. La expresó tras ser condenado a cuatro meses de cárcel, acusado de “vilipendio a la religión del Estado” por su cortometraje La ricotta. En él, un hombre pobre, contratado como extra en una película sobre la Pasión de Cristo, busca desesperadamente algo que llevarse a la boca. Hambriento, devora impulsivamente el queso ricotta que da nombre al corto, y muere, por exceso o por destino, justo en el momento de la crucifixión. En el juicio, Pasolini se defendió: no era una burla a la religión, sino una denuncia de la hipocresía de una sociedad que se proclama cristiana mientras ignora a los marginados. “No me interesa provocar. Me interesa mostrar la verdad”, sentenció. Absuelto del delito, un año después, en 1964, filmó El evangelio según San Mateo, considerada por muchos, incluido el Vaticano, la mejor representación cinematográfica de la vida de Jesús.
¿Era la fe para Pasolini un tormento? ¿Fue realmente ateo? ¿O esa creencia, cargada de contradicciones, era un intento de transformar su dolor en redención? Quizás esta lucha lo convirtió en artista, lo llevó a soñar con una revolución comunista y a trasladar al cine el relato bíblico de Mateo, que L’Osservatore Romano, el diario del Vaticano, calificó como la mejor película sobre la vida de Jesús. Qué paradoja que un hombre como él, marginado y rebelde, empleara su arte para narrar el credo de Jesús y fuera celebrado por la Iglesia.
Su vida podría verse como un mosaico de contradicciones, pero surge una pregunta mayor: ¿no es la fe en sí misma la mayor contradicción? Creer en algo que escapa a la razón puede ser el acto más revolucionario y contradictorio. Para explorar esta idea, es necesario entender quién era Pasolini, su carácter y la filosofía que lo definió.
Nacido en un hogar religioso y conservador, Pasolini creció entre las tensiones de un padre autoritario, Carlo Alberto, teniente fascista, y una madre devota, Susanna Colussi, maestra de raíces rurales. La muerte de su hermano menor, Guido, asesinado en la Segunda Guerra Mundial, y el descubrimiento de su homosexualidad marcaron su existencia. Estas tres fuerzas –el conflicto paterno, el martirio de Guido y su identidad sexual– lo empujaron a buscar un sentido al sufrimiento humano, una creencia que lo protegiera de la desesperación. En Pasolini convergen las grandes respuestas de la historia ante la crueldad y la desigualdad del mundo: el arte, la política y la religión.
Su primer refugio fue la poesía. Huyendo de la violencia de un padre alcoholizado, se mudó con su madre a Friuli, su tierra natal. En el pueblo de Casarsa della Delizia escribió Poesie a Casarsa, un poemario en friulano, el dialecto que Susanna enseñó a sus hijos. Este acto fue más que literario: al elegir una lengua considerada “atrasada” por los ideales nacionalistas de su padre, Pasolini reivindicó la voz de los marginados y desafió el centralismo italiano. En sus versos tempranos se percibe la necesidad de trascender el dolor de su condición homosexual y la sombra de un progenitor opresivo. Entre esos poemas, uno, el único en italiano, dedicado a su padre, encierra una profecía trágica: “Padre, si también tú hubieras ido a la guerra, si hubieras muerto joven entre los jóvenes, si yo no supiera tu rostro frío de poder… quizás ahora podría recordarte con amor.”
Tres años después, cuando parecía haber superado su primera crisis espiritual, Pasolini encontró una nueva fe en el comunismo, una supuesta promesa de justicia para los oprimidos. Pero el misterio de la tragedia y sus significados volvió a aparecer: su hermano Guido, alistado en la Brigata Osoppo, de ideales católicos y socialistas, fue ejecutado en 1945 por partisanos comunistas de la Brigata Garibaldi, en un acto fratricida nacido de tensiones ideológicas. Este episodio devastó a Pasolini, dejando una herida que marcó su desconfianza hacia los dogmas políticos y lo empujó a buscar otra verdad.
Aun así, no abandonó el comunismo de inmediato. Militó en el Partido Comunista Italiano (PCI), quizás para honrar el sacrificio de Guido. Pero su fe política se desmoronó cuando el partido lo expulsó al descubrir su homosexualidad. Acusado de “corrupción de menores” tras una denuncia sin pruebas, fue arrestado, interrogado y liberado, pero el escándalo lo condenó al ostracismo. El PCI, que se proclamaba defensor de los marginados, lo sacrificó para preservar su imagen “moral”. “El PCI no supo amar a sus hijos desviados. Se volvió una iglesia, igual que la que combatía”, declaró Pasolini. Rechazado por progresistas y conservadores, abandonó Friuli y, como un exiliado en busca de redención, llegó a Roma.
En la capital, marcado por la derrota, Pasolini reflexionó sobre su condición: “Es necesario educar a las nuevas generaciones en el valor de la derrota. En la humanidad que emerge de ella. En construir una identidad que permita fracasar y volver a empezar sin perder la dignidad. Ante un mundo de ganadores vulgares, prefiero al que pierde. Soy un hombre que prefiere perder antes que ganar con maneras injustas. Grave culpa mía, lo sé. Pero tengo la insolencia de defender esta culpa como una virtud.” Estas palabras, escritas en un momento de profunda introspección, revelan su reconciliación con la marginalidad a través del arte.
En 1955 publicó Ragazzi di vita, una novela cruda sobre los jóvenes de los suburbios romanos, que canalizó su experiencia como desterrado. En los años sesenta, su cine se volvió un arma contra la sociedad de consumo, a la que acusaba de encarnar un nuevo fascismo burgués, más insidioso que el político. Sorprendió al criticar el movimiento estudiantil del mayo francés en 1968: “Cuando os peleabais con los policías, yo estaba con los policías. Ellos son hijos de los pobres. Los estudiantes son hijos de papá.” Para Pasolini, la verdadera revolución no estaba en las calles de las élites, sino en las periferias olvidadas.
Su búsqueda de una revolución auténtica lo llevó a un lugar inesperado: Asís, la ciudad de San Francisco, el santo de los pobres. Invitado a un congreso de intelectuales católicos progresistas en honor al papa Juan XXIII, Pasolini, el comunista homosexual que se decía ateo, se alojó en una celda monástica. En la fría oscuridad, entre paredes de piedra, encontró un Evangelio de Mateo sobre la mesilla de noche. “Lo leí como quien descubre un texto violento, desgarrador, de una belleza sin igual”, confesó. Esa noche soñó una película completa, con imágenes y rostros nítidos, como si el texto lo hubiera poseído.
Así nació El evangelio según San Mateo, una obra que fusionó las tres fes de Pasolini: el arte, la política y la religión. Sin alterar una coma del texto bíblico, reprodujo un Cristo fiel a las escrituras, interpretado por Enrique Irazoqui, un joven activista español. Su madre, Susanna, encarnó a la Virgen María, reviviendo el dolor por la muerte de Guido como si fuera el de María ante la cruz. Los demás actores, campesinos sin formación, y los paisajes áridos del sur de Italia, filmados en un blanco y negro sobrio, evocaban una autenticidad opuesta a las producciones hollywoodenses. “No podía añadir ni una palabra a ese texto. Pero la imagen sí podía interpretarlo”, explicó. Inspirado por el arte sacro y el cine ruso de Eisenstein, Pasolini creó una obra de hondura catártica, donde la emoción surge de la austeridad, no del sentimentalismo.
¿Fue una película política? ¿Devocional? Pasolini nunca lo aclaró. “Cristo no era un ideólogo, era un poeta. Solo habló. Y esa palabra cambió el mundo”, afirmó. Para él, Cristo era “el único revolucionario verdadero, más que Marx, más que Lenin, porque su revolución es moral y existencial”. Con un respeto casi místico, Pasolini logró lo imposible: reconciliar a los comunistas que lo rechazaron y a la Iglesia que lo condenó. No es casual que dedicara la película al papa Juan XXIII, el primero en tender puentes con la URSS a través de su encíclica Pacem in Terris (1963), dirigida “a todos los hombres de buena voluntad” fueran creyentes, ateos o comunistas.
Con El evangelio según San Mateo, Pasolini legó una meditación profunda sobre la fe, no como dogma, sino como un acto revolucionario que abraza las contradicciones de la existencia.