
Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (CIV)
Todo parecía establecido sólidamente y destinado a durar, y el mismo Estado aparecía como garantía suprema de esa duración… Así describía el austríaco Stefan Zweig (judío, para más inri) en El mundo de ayer la Europa con que dio comienzo el siglo XX, y que durante la primera mitad de ese siglo se vería destrozada por dos guerras mundiales y una revolución de las de agárrate que vienen curvas. Pero a todo se llegó como llegan las cosas del querer, poquito a poco, sin que nadie mire las lecciones del pasado ni aprenda de ellas, porque es más fácil y optimista mirar hacia delante; y luego, cuando todo se va a tomar por saco, la peña se queda con cara de idiota preguntándose cómo diablos pudo ocurrir aquello para lo que llevaba todas las papeletas. Pero lo que pasa es que los aguafiestas que ven venir el nublado incomodan mucho, se les ignora o tapa la boca para que no calienten el champaña, y se aplaude a los tontos, a los irresponsables y a los sinvergüenzas que dicen tenerlo todo bajo control. Y la verdad es que bajo control estaba Europa en el albor de aquella vigésima centuria después de Cristo (o más bien parecía estarlo). Había una veintena de estados en el continente, grandes y chicos, pero en realidad sólo cinco dominaban el cotarro, todos con una vitola más o menos imperial: Gran Bretaña y Francia como democracias con extensas posesiones coloniales, Rusia y Austro-Hungría como monarquías totalitarias y multiétnicas, y Alemania (último llegado al reparto, pero reclamando su parte con mucha chulería), como joven y vigoroso competidor en pleno crecimiento militar y económico. En cuanto al otro imperio no europeo pero con un pie en Europa, el turco, muy influyente en el pasado, se hallaba en decadencia y franco retroceso, y pronto iba a verse aún más puteado por las guerras de independencia en los Balcanes. El caso es que el Viejo Continente, al menos en su parte más acomodada, estaba que se salía de guapo y marchoso, de moda en el mundo; y todos, hasta los crecientes Estados Unidos al otro lado del Atlántico, receptores de una inmigración que huía de la opresión y la miseria (13,5 millones de europeos pasaron por Ellis Island entre 1901 y 1915), imitaban sus gustos y maneras. Existía una especie de complejo de superioridad flamenca en industria, negocio, cultura y dinero, y también una excesiva arrogancia internacional en la búsqueda de prestigio y materias primas que llevó a conflictos exteriores de los llamados de baja intensidad (guerra de los Boers, crisis de Agadir, Marruecos); pero el caso es que nadie cuestionaba, de momento, lo que parecía fundamental: Europa era la perfección, el no va más de la modernidad y el progreso, la pera limonera. De todas formas, a medida que crecían y se consolidaban en lo suyo, por muchos valses que bailaran entre sí, las grandes potencias iban mirándose de reojo, por aquello de si vis pacem, para bellum (sobre esa época permítanme recomendarles, Stefan Zweig aparte, la serie de televisión Reilly, as de espías, la novela El enigma de las arenas o el excelente ensayo Sonámbulos de Christopher Clark). Y, bueno. Entre abrazos y suspicacias, con mucho diplomático paripé de por medio, las rivalidades imperiales ocultas o manifiestas terminaron propiciando la formación de dos grandes bloques políticos y militares: ingleses, franceses y rusos de una parte, y austrohúngaros y alemanes de la otra. Había además un elemento que, aunque ya había tenido tristes consecuencias en el pasado, iba a tenerlas mayores y más graves en el futuro, hasta alcanzar a lo bestia, tres o cuatro décadas después, dimensiones de tragedia y horror inimaginables. Me refiero, claro, al antisemitismo; que después de los antiguos tiempos inquisitoriales (España, a la que la Leyenda Negra atribuye en exclusiva el marrón, fue sólo uno más de los muchos responsables europeos) tenía un sangriento y reciente currículum con los pogroms que, a la caza de judíos, se habían sucedido en el imperio ruso durante el siglo XIX, especialmente en Polonia, Ucrania y Moldavia. Ahora, debido entre otras cosas a la actividad comercial e industrial y a la influencia de familias acomodadas y banqueros de origen judío en los negocios internacionales, el sentimiento de odio se iba extendiendo como un virus maligno por toda Europa: Francia vivió con pasión el vergonzoso asunto Dreyfus, y el alcalde de Viena, Karl Lueger, capitaneó un partido cristiano-social caracterizado por un antisemitismo feroz. Todo eso condujo al periodista de origen húngaro Theodor Herzl a proponer la idea de un estado sionista en un libro famoso, El estado judío (1896), que iba a traer mucha cola. Y que un siglo y pico después la sigue trayendo todavía.
[Continuará].