Política

Trump fascista, Francisco reformador

«Francisco supo desenvolverse en las tareas de comunicación de masas para atraer a quienes precisamente le negaban la mayor: la existencia misma de Dios»

Trump fascista, Francisco reformador

Ilustración de Alejandra Svriz.

 

Desde que Trump asumiera su mandato, y, sobre todo desde que fuera dictando sus más inmediatas y polémicas órdenes ejecutivas, se debate por encajarle a su política (¿ideología?) alguna etiqueta o categoría, no faltando quien desinhibidamente hable ya de «fascismo», prefiriendo otros atribuirle al Gobierno de Trump la condición de régimen «totalitario» o «autocrático»; si se me permite el símil, digamos que al gobierno, que es software (realiza tareas), se le transmuta en hardware (soporta el sistema), que es régimen.

Las palabras son poderosas y la categorización que hacemos a través de ellas nos ayuda a comprender y explicar los fenómenos históricos, sociales y políticos, aunque sea a despecho de alejarse en ocasiones, paradójicamente, de la realidad. La polémica estos días sobre la categorización del Gobierno/régimen de Trump evoca aquella vieja controversia en torno a la calificación que de Franco hizo en una primera instancia el Diccionario Biográfico Español publicado por la Real Academia de la Historia (RAH). Como recordarán, en una primera versión, impresa, la entrada correspondiente a Francisco Franco, firmada por el historiador medievalista, Luis Suárez, rezaba que Franco instituyó «un régimen autoritario, pero no totalitario, ya que las fuerzas políticas que le apoyaban quedaron unificadas en un Movimiento y sometidas al Estado», escamoteando de paso entre las rendijas definitorias de la ciencia política (totalitarismo versus autoritarismo) el término «dictador».

Y es que, el autoritarismo se caracterizaría frente al totalitarismo por tolerar un cierto pluralismo limitado, más formal que material, y no contaría con una ideología intelectualmente elaborada y directora del régimen (Linz y otros). Tras la presión del Gobierno socialista a sazón, que amenazó con retirarle las subvenciones, la RAH, en la versión digital del Diccionario y de la mano de Juan Pablo Fusi, acabó por actualizar en 2015 la entrada de Franco, calificándolo, ahora sí, como «dictador»; pero evitando decantarse por una u otra categoría en aquella dicotomía entre autoritario o totalitario de la que precisamente surgió la polémica, al decir que el franquismo comprendía «una amalgama de ideas totalitarias… un régimen de poder personal, autoritario…».

En el caso de Trump, como ocurrió con Franco como personaje histórico, también la política influye en el marbete estereotipado que trasmina el uso y abuso simplista de las palabras. Es inevitable: en la medida en que la etiqueta atribuye un estigma o la imputación de algo ominoso, sirve a los fines políticos de oposición y deslegitimación del adversario. Pero con las palabras pasa como con la moneda, que su emisión abusiva las abarata. ¿Qué significa hoy en España el término «fascista», si el populismo de izquierdas y los aledaños del poder lo esparcen generosa e indiscriminadamente lo mismo entre jueces que consideran no suficientemente feministas, empresas dedicadas al desalojo de okupas o adversarios políticos de acrisolada tendencia liberal que, por ejemplo, se oponen al nacionalismo etnicista periférico?

El historiador italiano Emilio Gentile, en su Quién es fascista (Alianza Editorial, 2019) se detuvo en esta sobreutilización del término «fascista» y en los efectos contraproducentes que acarreaba su banalización, toda vez que, por ejemplo, un movimiento parlamentario que postulara una política restrictiva u hostil con la inmigración podría evocar al fascismo, sin que cupiera por ello caer en la identificación entre los dos fenómenos, so pena de perder el rigor histórico en la descripción del concepto en favor de la demagogia. Y es que, inutilizado el sentido histórico del término «fascismo» se agrava la desinformación, impidiendo la comprensión del presente y haciendo pasar desapercibida una eventual amenaza realmente fascista, entendida como movimiento genuinamente violento, extraparlamentario cuyo designio fuera, precisamente, la supresión del parlamento, y no la defensa en él de según qué propuestas.

«Francisco supo desenvolverse ágilmente en las tareas de comunicación de masas para atraer socialmente a quienes precisamente le negaban la mayor: la existencia misma de Dios»

Como en el caso de la descripción de Franco en el Diccionario Biográfico de RAH, podemos decir que el Gobierno de Trump presenta una amalgama de ideas que, sin responder a una ideología intelectualmente elaborada (no hay pues fascismo en su acepción historiográfica), aspira a un ejercicio del poder con las mínimas restricciones. Pero la aspiración autocrática (sin restricciones) no es la realidad, y limitaciones las tiene: en la prensa, en el Poder Judicial así como en el Senado y la Cámara de Representantes (luego tampoco hay régimen dictatorial o hardware autocrático).

Con ocasión del fallecimiento del Papa Francisco nos ha aquejado asimismo otra lluvia de categorizaciones sobre su pontificado, siendo la etiqueta más estereotipada que se le ha adscrito la de «reformador». Pero si bien se mira, pronto se aprende que fuera de iniciativas burocráticas de descentralización y supresión de duplicidades en el seno del poder eclesiástico y la Curia romana, acompañadas de esfuerzos de transparencia económica y en materia de abusos (cuestiones todas ellas del siglo, sin trascendencia religiosa, ajenas a lo sobrenatural), en lo que se refiere a la doctrina de la Iglesia, esto es, a la relación vertical del hombre con Dios, al hardware de la Iglesia, poco o nada difiere la concepción que tuvo Bergoglio de la de que pudieron tener Pablo VI o Juan Pablo II. Francisco supo desenvolverse ágilmente en las tareas de comunicación de masas para atraer socialmente a quienes precisamente le negaban la mayor: la existencia misma de Dios; con lo que no se acierta a comprender en qué ha beneficiado a su Iglesia acercarse a esos sectores sociales para, por ejemplo, relativizar con sus declaraciones la relevancia de la indisolubilidad del vínculo marital. ¿Hacer esa política de comunicación, de desdibujamiento meramente comunicativo de la doctrina es una «reforma»? ¿Ha cambiado una coma respecto al sacramento del matrimonio en el Catecismo o en el Código de Derecho Canónico? Pues no, pero en su tránsito se ha llevado Bergoglio el sonoro aplauso en despliegue informativo sin par del patrio «El obsservatore PAÍSsano», medio que alardea del laicismo de sus enfoques informativos a la vez que no se priva, por ejemplo, de opinar vía editorial sobre los merecimientos en la santificación de los siervos del Dios. En misa y repicando, nunca mejor dicho.

 

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