Antonio Caño: Teatro, todo es puro teatro
«Si la política no piensa en la gente no es política, aunque se justifique con ese nombre esta farsa para satisfacer a un narcisista incurable»

Pedro Sánchez, presidente del Gobierno. | ilustración de Alejandra Svriz
La política española es una farsa. Lo es desde que el Partido Socialista dejó de ser un partido reformista y basó su actuación en la mera confrontación con la derecha, es decir, desde Zapatero. En ese tiempo, la derecha renunció también al reformismo y se limitó a ofrecer una visión del poder más integradora y prudente que su rival, pero esa es otra historia. La política española es una farsa desde hace tiempo, pero alcanzó un grado grotesco con la aparición en escena de Pedro Sánchez y, sobre todo, desde que su derrota en las elecciones de julio de 2023 lo dejó más expuesto que nunca. Lo que se supone que es el arte de hacer posible lo que es necesario para una mayoría de los ciudadanos se ha convertido en el arte de conseguir la satisfacción de uno sólo: el propio Sánchez.
Nada de lo que ocurre desde al menos dos años a esta parte en el ámbito de la política tiene que ver con los intereses nacionales. Nada de lo que discutimos en los cafés y las tertulias o llena espacio en los periódicos, las radios o las televisiones tiene que ver con propuestas y proyectos que este país requiere para avanzar y atender a su población. Todo, absolutamente todo el debate nacional está monopolizado por los intereses de Pedro Sánchez, que se resumen en uno: seguir en el poder. Desde la ley de amnistía al contrato de balas con Israel, por limitarnos a esta última legislatura, toda acción política está motivada, condicionada y decidida teniendo en cuenta exclusivamente qué es lo que le conviene a Pedro Sánchez.
« Todo, absolutamente todo el debate nacional está monopolizado por los intereses de Pedro Sánchez»
Da igual si hablamos de reformas del Código Penal, de política exterior, del derecho a la información, de la separación de poderes, siempre hablamos de lo mismo: de Pedro Sánchez, o, para ser más preciso, de cuál es el último movimiento de Sánchez para conservar el poder. Hasta cuando hablamos de economía, la más autónoma de las materias en este mundo globalizado, sus ministros nos hacen ver que también hablamos de Sánchez porque es él, según ellos, quien lleva el dinero a nuestros bolsillos.
El último acto de esta gran farsa ha sido el debate sobre el presupuesto para el rearme ilegítimamente impuesto por el Gobierno sin discusión parlamentaria. Un asunto de tal gravedad -el mayor presupuesto para armas de la historia de España, aprobado sin el concurso imprescindible del Parlamento y sin el requisito constitucional de un Presupuesto nacional- quedó reducido a una polémica sobre si la extrema izquierda sería capaz de tragar con un parte raquítica de ese gigantesco plan -6,6 millones de munición comprada en Israel frente a más de 10.000 millones de gasto general-. Y ahí nos tenías a todos los periodistas discutiendo sobre los cálculos de Yolanda Díaz, de Izquierda Unida y de Podemos, sin caer en la cuenta de que tal vez todo no era más que una mascarada para distraer nuestra atención o, en el mejor de los casos, sin reparar en que estábamos discutiendo una vez más de lo mismo: de lo que Pedro Sánchez necesita ahora para continuar en el poder.
Todos somos actores secundarios en esta representación. Los son, antes que ninguno, sus socios de Gobierno, que juegan a hacerse los dignos de vez en cuando, como si realmente estuvieran pensando en algo más que en sus propias poltronas y en tratar de halagar a quien decide si las mantienen. Lo son también sus aliados en la supuesta mayoría parlamentaria, que maniobran y tratan de confundir a los suyos con lenguaje grandilocuente cuando saben que su política, en realidad, se limita a gestionar la duración de Sánchez en el poder. Los es, muy a su pesar, la oposición conservadora, que intenta jugar con las reglas clásicas y hacer política a la antigua, sin acabar de admitir que lo único que en este momento decide la suerte de España es la suerte personal de Sánchez. Y lo somos quienes, desde más lejos, observamos y comentamos los acontecimientos políticos como si de verdad de política estuviésemos hablando.
La política es esto, dicen algunos analistas refiriéndose a este juego del engaño y la seducción en el que nos vemos permanentemente envueltos. No es cierto. La política, por supuesto, tiene un fuerte componente personal en la medida que la hacen personas y afecta a las personas. Pero si la política no está orientada a los problemas colectivos no es política, por mucho que se justifique con ese nombre lo que no es más que una farsa para ocultar la insaciable ambición de un narcisista incurable.